LA RUTA ESCONDIDA
Las parroquias suburbanas de Perucho, Puéllaro, San José de Minas, Atahualpa y Chavezpamba, corresponden a la zona norcentral del Distrito Metropolitano de Quito. Están ubicadas en la gran cuenca hidrográfica del Guayllabamba, tienen diversidad de pisos ecológicos, abundantes aguas termales y minerales además de un importante patrimonio cultural que les permite ofrecer una excelente alternativa para el turismo.
El Fondo de Salvamento del Patrimonio Cultural, FONSAL, dentro de su programa de rehabilitación de parroquias suburbanas, intervino en la restauración del Santuario de Minas e Iglesias de Perucho y Puéllaro, así también en las plazas y casas de su entorno. Esta exposición es una breve síntesis de la investigación histórica que se realizara, en el año 2005, sobre esta región tan acertadamente denominada “La Ruta Escondida”.
Elevaciones msnm.
Cajas (Nudo de Mojanda) 3990
Yanaurcu 4264
Colangal 4100
Fuya Fuya 4259
Parroquias Habitantes Parroquialización msnm Superficie Temperatura
promedio
Perucho 756 1546 1817 9,73 km2 18 20 grados C
Puéllaro 5.693 1861 2063 67.65 km2 17 grados C
San José de Minas 7.511 1870 2480 169.67 Km2 16 grados C
Atahualpa 1.865 1894 2248 71 km2 15 grados C
Chávezpamba 864 1942 2192 12.28 km2 16 grados C
Total: 16.689
Fuente: Francisco Terán, Orografía e Hidrografía de la Hoya del Guayllabamba, IPGH, 1962. / INEC, 2001 / Planes parroquiales HCPP año 2000-2001.
Etnohistoria
En el período prehispánico, los pueblos de indios asentados en la “Ruta Escondida”, pertenecieron a la llamada Cultura Cara, se considera que el origen es cayapa-colorado, llegaron desde Esmeraldas y Santo Domingo de los Colorados, remontaron el curso del Guayllabamba hasta la desembocadura del río Intag en Imbabura y se mezclaron con otros grupos étnicos. Ocuparon la zona entre el río Guayllabamba por el sur y el río Chota por el norte, los límites Este-Oeste pudieron ser la Cordillera Oriental y el río Intag.
Los pucarás y especialmente las tolas, incluyendo las de forma piramidal, son característicos en la arqueología de la región Cara. La Ruta Escondida, cuenta con decenas de estos testimonios arqueológicos. Estos montículos de tierra exigieron un trabajo que debió realizarse mediante formas de organización con cierta complejidad.
Todos estos pueblos se unieron para enfrentar la invasión Inca, formaron la confederación de cacicazgos de la sierra norte agrupando a los Otavalos, Carangues y Cayambes en los que estaba incluida la población de Perucho, demostrando que las fronteras no fueron geográficas sino étnicas.
La colonia
A inicios del período colonial los pueblos de la Ruta Escondida formaron parte del Corregimiento de Otavalo y al finalizar el siglo XVI pasaron admistrativamente a la Jurisdicción de Quito, Perucho fue doctrina de los franciscanos, las demás parroquias se formaron luego de instaurada la República.
La administración española impuso el sistema de las encomiendas, consistió en otorgar a los conquistadores, un número de familias indígenas con sus propios caciques. El encomendero se obligaba a protegerlos y cuidar de su instrucción religiosa con los auxilios del cura doctrinero, a cambio, adquiría el derecho de exigirles servicios personales y el pago de los tributos. Fueron los caciques y gobernadores de indios del período colonial los que estuvieron a cargo de recoger el tributo y organizar el trabajo y indígena por medio de la mita.
Caciques de Perucho y anexo Puéllaro
Año Cacique
1630 Juan Pillajo Cacique Principal
1630 Rodrigo Pincango Indio regidor
1630 Joan Tucunbango Fiscal de la Iglesia
1673-1675 Gregorio Erazo, Miguel Erazo
Lorenzo Cholán Puento (Parcialidad Abangues)
1686 Ignacio Alobuela Gobernador de Perucho
Miguel Erazo Cacique Principal
1696-1707 Juan de Mendosa
Ventura Muchacho
1705 Juan de la Parra cacique principal de Perucho y Puéllaro
1705 Mateo Fernández Chiquisaca Gobernador del valle de Perucho y sus anejos
1711-1713 Lucas Mendosa, Ventura Muchacho (Parcialidad Abangues)
1721 Ventura Muchacho
Ventura Alobuela
1654 Antonio Caguascango Gobernador de indios
1673 Antonio de Mendoza
1696-1707
1705-1721 Luis Guisas
Juan de la Parra
Fuentes: Archivo Nacional-Quito, Series: Indígenas y Fondo Especial.
Desde 1535 se iniciaron las concesiones de tierras a españoles, este primer reparto dio origen al latifundio que se consolidó, con los criollos herederos, en los siglos XVII y XVIII Tenemos noticia que los parientes de Atahualpa disfrutaron de rentas derivadas de tierras, Francisco Atahualpa y Carlos Atahualpa, nieto del último Inca, disponían de propiedades en Puéllaro y Perucho.
Para el Siglo XVII los Jesuitas son propietarios de varias haciendas en Perucho: Conrogal, Irubí y Pinguilla, todas destinadas a sembríos de cana de azúcar, las mismas que fueron rematadas después de la expulsión a los jesuitas ordenada por el rey Carlos III en 1767.
Los valles calientes e irrigables resultaron perfectos para el cultivo de caña, para la fabricación de mieles, panelas y aguardiente, las haciendas de la Ruta Escondida en su mayoría se dedicaron a este tipo de producción. Los hacendados a veces enfrentaron plagas que dañaban los sembríos y escasez de mano de obra indígena que huía del paludismo, sin embargo fue el principal abastecedor de aguardiente para Quito.
En 1588, a los dueños de ingenios de azúcar, ubicados en los valles cálidos se les dio un plazo de 4 años para sustituir a los trabajadores indígenas con esclavos, como única manera de conservar la salud de los indios. No tenemos un número exacto de esclavos en las haciendas cañeras de la Ruta Escondida, pero los hacendados contaron con esa fuerza de trabajo hasta la abolición de la esclavitud en 1854.
El Cabildo reunido el 10 de enero de 1744, analizó el problema de la falta de azúcar, la causa fue que los trapiches únicamente fabricaban aguardiente. Tres razones había en Quito para que nunca pueda faltar su uso: 1) la cantidad de pulperías que lo ofrecían con precio más barato que el vino, 2) la existencia de las haciendas de caña cercanas a Quito. 3) La caña demoraba tres años en madurar para la producción de miel, mientras el corte para aguardiente se hacía cada dos años. Recordemos que luego de estableccer el estanco de aguardiente, en 1765, el pueblo de Quito se sublevó contra la imposición que afectó a productores y pueblo consumidor.
Los contrabandistas introducían a la ciudad el aguardiente comprado en los trapiches de Perucho, para contrarrestar estas acciones, los guardias eran colocados en las entradas de San Blas, Orinillos, Guangacalle, Santa Prisca, Alameda y en los conventos y casas donde se sospechaba era guardado e incluso destilado. A medida que se abandonaba la siembra de caña, se cultivó el aromático anís; las frutas, (chirimoyas, aguacates, mandarinas, limones, lima, naranja) también camote, fréjol, maíz y col.
Haciendas cañeras de la Ruta Escondida
Ilí Quitsaya
Alchipichí Guatus
Puéllaro y Chibiga Niebli
Conrogal Pigantag
Charla Minas
Alanse Pirca
Tintal Cala
Alobuela Archibuela
Fuente: ANQ/ Serie Estancos, C. 13, exp. 6, 28-VI-1784
Atualmente varios pobladores de la zona, especialmente en Minas, mantienen cultivos de caña y pequeños trapiches caseros. Exclusivamente la Hacienda La Calera siembra en 20 hectáreas la caña para fabricación de aguardiente.
Hacia la Ruta Escondida
Tres fueron los caminos principales que conectaban a los pueblos de la Ruta Escondida con Quito y Otavalo, todos salían desde San Antonio de Pomasqui. Uno de ellos pasaba por la hacienda Tanlagua de los Jesuitas, inmediatamente cruzaba el puente llamado “Barranco” para salir a Perucho y luego a Mojanda para pasar a Otavalo.
La antigüedad de este camino se prueba en los testimonios de indígenas principales: Juan de la Parra, Cacique principal de los pueblos de Perucho y Puéllaro exponía que “(…) el puente del Camino Real que hace desde el pueblo de Perucho hasta esta ciudad, y estando en actual posesión desde tiempo de la gentilidad a donde todo el común trajinaba (…).” Mateo Fernández Chiquisaca gobernador del valle de Perucho y sus anejos, señalaba ”(...) teniendo este camino antiguo por las tierras de los padres de la Compañía por donde (...) conducían sus frutos a esta ciudad costumbre desde tiempo inmemorial (…)” Podemos recorrer el “Camino Real”, atravesar el puente de Perucho, de estructura metálica que fue inaugurado por Velasco Ibarra, el Alcalde y el Arzobispo, en 1953.
El otro camino pasaba por Cuchiuco, cerca de la hacienda Alchipichí, cruzaba un puente y salía a Puéllaro, pero los intentos de dar vida a este sendero fueron inútiles por la crecida del río y los derrumbes. Severo Gómez Jurado , indica que durante el Gobierno de Gabriel García Moreno, Quito se unió a Ibarra, con un camino de 100 km. que salía de San Antonio a Guayllabamba, desde el sitio entre Catequilla y Huashauco, atravesaba la población de Malchinguí y subía a Mojanda para salir a Otavalo. Solo hasta 1984 el Ministerio de Obras Públicas y el Consejo Provincial de Pichincha construyeron la carretera Pisque-Puéllaro.
El famoso batallón Perucho
Después de las guerras por la independencia los batallones conformados por soldados ecuatorianos, colombianos y venezolanos quedaron en penosa situación. Estas columnas armadas, descontentas y hambrientas, se sublevaban constantemente. El batallón Vargas, por ejemplo, acantonado en la plaza de la ciudad de Riobamba, retornó a Quito, una vez en la ciudad se sublevó y emprendió su viaje hacia Pasto. El General Whitle los persiguió, como respuesta fue fusilado y su cadáver arrojado al río Guayllabamba. Inmediatamente, el Presidente Flores ordenó a Otamendi la persecución a los insurrectos. Algunos fueron fusilados, otros huyeron a Perucho refugiándose en las haciendas de opositores al gobierno. Estos excombatientes de la independencia, que participaron activamente en las revueltas contra Flores, formaron en 1832 el “Batallón Perucho” apodado por los quiteños como “Batallón Garrote”.
Desde 1833 a 1845 se desplegaron incursiones para acabarlos, pero el Batallón llegó incluso a participar en la Batalla de Miñarica (1835). Regresaron derrotados, pero retomaron sus ejercicios militares, que los hacían en Cochapamba (Plaza de la Marcha) ubicada en Alance teritorio de la actual parroquia de Minas, espacio símbolo para los pobladores, un documento de 1847, dice: “... memorable Cochapamba donde se dio el primer grito de libertad después del 6 de marzo” -se refiere a la Revolución Marcista-.
Robledo, viejo militar partidario de Urbina, encabezó por algunos años al Batallón. Urbina en agradecimiento visitó la zona donde soldados, esclavos negros e indios lo agasajaron en Cochapamba. Más tarde Garcia Moreno incorporó al ejército a los que voluntariamente se ofrecñian a ser parte de sus filas.
Parroquia San Miguel de Perucho.
El Perucho colonial comprendía los territorios de las parroquias Minas, Atahualpa, Chavezpamba y Puéllaro, su jurisdicción civil se extendía hasta el río Cala, por el occidente, y por el oeste hasta Malchinguí. A mediados del siglo XIX se produjo un decenso poblacional como consecuencia de varios acontecimientos: despojo de tierras y aguas que los hacendados hacían a los indígenas, a los terremotos de 1859 y el de Ibarra de 1868, este último dejó a Perucho en la ruina, las aguas estancadas atrajeron la peste del paludismo, solamente su iglesia volvió a levantarse con la misma madera de su inicial contrucción.
Surgen entonces iniciativas, apoyadas de párrocos y hacendados, para conformar las nuevas parroquias deslindándose de Perucho, incluso solicitaron al Arzobispo Federico González Suárez eleve a Atahualpa como parroquia eclesiástica y sugirieron que Perucho se convierta en anejo, la respuesta a este petitorio decía:
“Perucho es parroquia antiquísima, es reliquia histórica. El cacique Muenango de Alance, era jefe de la confederación de tribus de todo lo que se llamó doctrina franciscana de Perucho y como jefe de esa confederación fue aliado del gran curaca de Añaquito (...) el cacique de Perucho peleó aún en Mocha contra Huaynacapac (...) Perucho es parroquia madre de Malchinguí, Puéllaro, San José de Minas y Atahualpa, muy feo está que la última hija mate a la madre. No he de ser yo quien mate a Perucho”.
En 1909, Perucho tenía los caseríos de: Chavezpamba, Yumbuco, Ambuela, Charla, Tintal, Alobuela y Pilgarán. Una iglesia, una capilla, una plaza, una plazuela, una cárcel y tres escuelas con 160 alumnos. Hoy, la parroquia más antigua de la Ruta Escondida, muestra la historia de un pueblo que venció todas las adversidades. Entre sus mejores atractivos están, la Iglesia colonial, los huertos frutales, el bosque tropical seco de San Ramón, el camino antiguo San Antonio-Perucho y una deliciosa comida típica en base a camote.
Parroquia San Pedro de Puéllaro
Puéllaro fue anejo de Perucho hasta su paroquialización en 1861, su historia prehispánica y colonial es similar. Las Quilago, propietarias de tierras en Puéllaro, fueron mujeres con mando y son prueba del pasado preinca de la ruta escondida.
El río Alchipichí proporciona agua a sus parcelas donde los viejos cañaverales fueron reemplazados por frutales. En el curso bajo del este río se encuentra la quebrada Santa Martha, con cavernas ocupadas por las aves nocturnas llamadas “Tayos”. Metros más abajo de ellas las evidencias del camino que conducía a Quito, un poblador comentaba “…al cruzarlo en la madrugada los pasajeros se asustaban al oír el espectacular graznido de estas aves”.
Para inicios del siglo XX, Puéllaro tiene iglesia, dos escuelas y oficina telegráfica; aguas de sal de Glauber (sulfato de sodio), aguas de Siguayco (para el mal de ojos); minas de piedra pómez, alumbre, mercurio, cal y ocre. En la expladada está el “Chorro” o “Cachuco”, aguas calientes ricas en minerales, muy conocidas como curativas.
El Padre José Manuel Rodríguez, es el personaje más importante, reconstruyó la iglesia antigua, fundó la hermandad funeraria “San Vicente de Ferrer”, experimentó en 1872 el cultivo de gusanos de seda contratando tinturadores y tejedores de Cotacahi.
La iglesia vieja, hoy convertida en un centro cultural, está construida sobre una tola arqueológica y la iglesia vueva (1931) tiene la huella del Padre Bruning. En semana Santa organizan la feria agrícola y artesanal muchos visitantes llegan a los famosos remates de fruta.
Es una parroquia de leyendas y tradiciones: en la celebración del 2 de noviembre los pobladores visitan el cementerio en la noche, cientos de velas encendidas son colocadas en los nichos de sus difuntos. Cerca de la loma de Chiviga, está la “piedra yumba” tiene forma de mujer, dicen que una yumba escapó sin querer enfrentar a los incas, en castigo está convertida en piedra, los jóvenes lanzan guijarros, si aciertan en su frente puede desencantarse.
Parroquia San José de Minas.
Su nombre prehispánico fue Quitsaya, deslindada de Perucho, se convierte en parroquia desde 1870. La idea de formar un pueblo nuevo fue iniciativa del sacerdote José Calvache, que propuso a José Narvéz, propietario de la hacienda de Minas, la venta de sus tierras para fundar la nueva población. El nombre de Minas, según Coba Robalino, se debe a las minas que posee, minas de plata, oro y cal. Según él los negros lavaban oro en bateas en el arroyo Ambubiro.
En 1909 la Guía Comercial y Agrícola, describe a Minas como un pueblo bien conformado, con dos anejos: Ascilla y Alance, una población de 5000 habitantes, fuentes de agua termal, minas de cal, sies escuelas, una Iglesia, dos capillas, una plaza grande y una plazuela. La Parroquia progresó rápidamente, en las primeras décdas del siglo XX, una comisión municipal , informaba que Minas era la más populosa parroquia de la región, donde no existía una sola parcela sin cultivar, desde productos de los páramos hasta los de clima tropical.
El primer templo fue construido por el Padre Juan José Semanate. Los planos para la segunda y actual Iglesia, los realizó el P. Bruning en 1937 y fue conluida en 1962 gracias a donaciones de materiales y mingas permanentes. En 1986, el templo fue declarado Santuario Diocesano de Nuestra señora de la Caridad.
Las historia prehispánica está presente en Alance, a pocos minutos de la plaza central, encontramos las evidencias arqueológicas de tolas y una gran pirámide con rampa. Minas cuenta con aguas termales medicinales, en la Cocha, Cariaco y Hacienda La Calera. El monte Ninanburo es un impresionante mirador.
Celebra algunas fiestas en el año pero la más importante es el 24 de septiembre en honor a la Virgen de la Caridad, varios días de actividades: actos litúrgicos, fiesta del chagra, bandas de música, carros alegóricos, comparsas, corrida de toros y pelea de gallos.
A la Virgen se le atribuyen muchos milagros, entre ellos, haber librado a Minas de una plaga de escarabajos, llamados aguaceros, que atacaban los cultivos de maíz. En gratitud pusieron en el pecho de la Virgen, una pequeña mazorca de maiz, dije de oro y plata recordatorio del milagro. También se le atribuye haberles librado de una plaga de ratas que invadió el pueblo, en agradecimiento una rata de plata está colocada en su escultura.
La leyenda más conocida es la de “Las brujas Arias”, tres hermanas: Pacífica, Quiteria e Isabel Arias que vivían en minas. Los moradores fueron seducidos por sus creencias participando activamente en rituales realizados en altares bajo los árboles de aguacate, ubicados en Alance. En el clímax de la reunión, las brujas concedían favores y solucionaban problemas, a cambio de dinero, joyas o productos agrícolas. A fines de 1864 un ermitaño que vivía en la cima del cerro Ninamburo, se unió a las brujas en sus ritos y aprovechó para robarles. Se dice que las Arias desaparecieron después de la quema de aguacatales en Alance.
Parroquia de Atahualpa
Originalmente se llamó habaspamba que significa “planicie de habas”, está atravesada por el río Piganta que nace de la laguna Grande de Mojanda. En 1870, el propietario de Habaspamba, propuso al párroco hacer un nuevo pueblo, cediendo terreno para la plaza, iglesia, calles y cementerio. El 1 de agosto de 1894, se elevó a parroquia separándose de Perucho. En principio tuvieron un pequeño adoratorio hasta 1905 que decidieron levantar su propio el templo, con el asesoramiento del P. Bruning.
Aproximadamente para 1950, incorporó a la agricultura, otras actividades económicas, una de ellas fue, el tejido de sombreros de paja toquilla. Comerciantes de Tabacundo entregaban la materia prima, las familias tejían y luego se retiraba el producto. Inclusive se instaló, en la hacienda Picalquí, un taller que exportaba el producto a los Estados Unidos. Otra actividad fue la carpintería, las maderas de los bosques de Atahualpa así lo permitieron, las puertas y ventanas elaboradas se comercializaban en Quito. Actualmente la población se dedican a la agricultura, ganadería, apicultura, cunicultura y psicultura.
Tiene un cementerio muy particular que a la vez es un excelente mirador.Sus aguas termales están ubicadas a orillas del río Cubi. De su parroquia procede la famosa la banda de Atahualpa conformada en 1925. La principal devoción es a la Virgen del Quinche, imagen pintada en una pequeña piedra, encontrada en 1883 por un indígena.
En Athaulpa podemos admirar una varieda de juegos tradicionales: la Guaraca, Tandacuchí, Cipriano, la cinta de oro, la candela, el pepino retazo, las tortas que se apuestan con perinola, el churo, el plancho, los tillos, el trompo, los cushpes, el pumpuñete, el zumbamico, la pelota de cerda y la pelea de Gallos.
En el barrio Las Tolas, a pocas cuadras de la Iglesia, se observa varias tolas arqueológicas y una hondonada un tanto pantanosa, con piedras de gran tamaño dispersas en el terreno, lugar llamado “Mashay”, la tadición dice que fue lugar sagrado porque vivía un brujo y laguna donde se bañaba el Inca.
Los bandoleros de Mojanda: Los Pucho Remache y El Bandolero Frias, constituyen un recuerdo histórico mencionado por muchos pobladores. Los Pucho Remache eran delincuentes comunes, mientras que Frias fue un “Bandolero Social.” El escritor Gustavo Alfredo Jácome, escribió sobre los Pucho-Remache, como propietarios de un tambo en Mojanda, utilizado para robar a los caminantes. Incluso se dice que Simón Bolívar pernoctó alguna vez en ese tambo. Segundo Jaramillo, en su monografía sobre la parroquia de Atahualpa, describe las hazañas de Frias y asaltos de los Remaches. Dice que García Moreno logró capturar a Frias en Imbabura mientras cuando huía y fusilar a los Remaches en la plaza de Otavalo.
Parroquia San Miguel de Chavezpamba
Fue parte de Perucho hasta 1942, es la parroquia más joven de la Ruta Escondida, pero
también famosa por la longevidad, es natural ver ancianos de hasta 100 años de edad.
En 1908, el hacendado de Alobuela y Piganta, Manuel Freile Donoso, vendió algunas
hectáreas para la conformación del pueblo. La población estuvo asentada alrededor de la
hacienda Ambuela, para entonces continuaba siendo un cacerío de Perucho. La primera
iglesia de adobe y carrizo, perteneció a la hacienda, la iglesia actual concluyó en 1998.
La loma de Itagua, ubicada en el barrio Pilgarán, es muy buen mirador, los pobladores aseguran que se puede observar inclusive Cotocollao al norte de Quito. A orillas del río Cuvi existen aguas termales beneficiosas para curar reumatismo y sinusitis.
martes, 13 de noviembre de 2007
Articulo Coco Laso
ILUSTRES DESCONOCIDOS
Coco Laso
Un hombre pensativo médico de antaño, subía por una callecita empedrada desde su casa, ubicada en el Mesón, al Hospital de la Caridad. Hoy, aquel hospital es el Museo de la Ciudad y en sus rincones y en sus paredes se rememora el tiempo y la gesta de aquel ilustre paseante: el doctor Eugenio Espejo, que caminaba, todas las mañanas, por aquella ronda de piedra.
Desde su antigua forma de chaquiñán y de quebrada, muchos la han caminado y muchos otros, ilustres y desconocidos vecinos; han habitado el adobe y el ladrillo de sus casas. En la calle de la Ronda sus historias quedan aun latentes entre las hendijas de algunas paredes, y las distancias que impone el tiempo y la cartografía.
La hija del Cacique de Yaruquies, Doña María Duchicela y Chusag, heredera del linaje Inca; fue una de las vecinas de la Ronda, cuentan que en 1644, se encontró con Mariana de Jesús oyendo misa en la Capilla de los Ángeles, y que muy a pesar de la profanidad que mostraba el vestido de la hija del Cacique, fue amiga de quien luego sería la Santa de Quito.
Hasta hace poco se escuchaba, desde los balcones, siempre una misma voz desentonada. Era la de un hombre que recogía lo triste y lo barato, y lo devolvía siempre envuelto en un paño práctico y alegre. Era la voz de Eliseo Sandoval, “el Taita Pendejadas”, que acomodaba todo desecho con milimétrico sentido, en el cajón de su memoria y si no lo vendía ni lo cambiaba, lo regalaba.
Hubo pan desde la Colonia, desde que la calle alimentó el hambre y la sed del ilustre y el desconocido. Salvadora Velásquez lo amasaba en 1797 y dos siglos después se sigue oliendo el buen pan del barrio. Hubo sastres también desde antes, hoy Miguel Mafla viste a los vecinos con la paciencia que da un oficio aprendido de los abuelos.
Ignacio Arauz, fregador, era el masajista de la calle y muy cerca de su consultorio, Joaquín Rodríguez “El Cura Pícaro”, dueño de una casa en la primera cuadra y cura de fe y oficio; vivía con sus cinco hijos. Toribio Ávila, el escultor, dejó sus mejores obras en la sacristía de la iglesia de San Francisco, y el estucador Pablo Nardi, enseñaba sus habilidades traídas de Italia, en la escuela de bellas artes fundada por García Moreno.
También habitó un traidor, un asesino encantador, al que todos los vecinos veían ir y venir de la casa de su víctima en la Plaza de Santo Domingo. Faustino Rayo fue siempre recordado como un vecino alegre y conversión, y su casa “la casa Honda” guarda todavía la memoria triste de un destino irrevocable.
Un niño, de apenas cinco años de edad, llegó un día con su madre y su abuela a una casa esquinera en la Venezuela y Morales, vivió y jugó allí su infancia. 26 años después volvió para escribir una de las obras fundamentales del Ecuador. Federico Gonzáles Suárez escribió su Historia del Ecuador, en la que él llamaba “su casita de la quebrada”.
El poeta Hugo Alemán habitaba una casa desde la más profunda nostalgia, y escribía y describía a su calle y a su gente con una eterna y desolada tranquilidad: “Nuestros pasos tendrán que ir, bajo el embrujo de la noche, hacia el refugio gris de un cafetín arrabalero”, y se reunían todos en una dulce bohemia en el Murcielagario.
El Murcielagario fue ese subsuelo amplio, de acceso secreto y codificado, donde funcionaba una cantina auspiciada por el entonces director de correos, el Coronel Alomía. Ahí los poetas Augusto Arias, Jorge Carrera Andrade, Ricardo Álvarez y Hugo Alemán, así como otros novatos invitados; llegaban tras dar la contraseña a la tendera vieja y malhumorada, que abría una puerta en el piso para dar paso a la bohemia.
Un artesano, Ángel Moncayo, fabricaba el caparazón templado de los compases: unas guitarras famosas por llevar el sello de una serenata. Hubo música, como aquellos acordes de Carlos Guerra Paredes compositor de calle y de balcón, de “Una guitarra vieja” y de “Esta pena mía”, que resonaban desde su casa.
Cuentan que a veces “El Viejo Guerra”, cruzaba la calle y se internaba en una del frente, la de Ana Luisa Muñoz, y ahí en memorables noches de canto, junto con Carrera Andrade y Augusto Arias, escribían quizás sin saberlo; una parte de la historia de nuestra música.
La casa de Ana Luisa Muñoz cobijó a poetas, cantores y viajeros solitarios, tan fascinante fue aquella mujer que una tarde de 1935, el compositor Sergio Mejía escribió su pasillo “Negra Mala” y se lo dedicó a la dueña de casa.
Hubo la música, y la hubo siempre y para todo; Alfredo Carpio, compositor de “El Chulla Quiteño” al final de su vida habitó esa calle torcida, compartiendo con Hugo Alemán, charlas y noches de desvelos y cuidados.
Aquellos acordes y olores antiguos nos deslizan por entre las piedras hacia las casas y sus patios, toda huella nos lleva irremediablemente de la Ronda a la Ronda, de la música a la poesía, de la lluvia, al simple transitar cotidiano.
Coco Laso
Un hombre pensativo médico de antaño, subía por una callecita empedrada desde su casa, ubicada en el Mesón, al Hospital de la Caridad. Hoy, aquel hospital es el Museo de la Ciudad y en sus rincones y en sus paredes se rememora el tiempo y la gesta de aquel ilustre paseante: el doctor Eugenio Espejo, que caminaba, todas las mañanas, por aquella ronda de piedra.
Desde su antigua forma de chaquiñán y de quebrada, muchos la han caminado y muchos otros, ilustres y desconocidos vecinos; han habitado el adobe y el ladrillo de sus casas. En la calle de la Ronda sus historias quedan aun latentes entre las hendijas de algunas paredes, y las distancias que impone el tiempo y la cartografía.
La hija del Cacique de Yaruquies, Doña María Duchicela y Chusag, heredera del linaje Inca; fue una de las vecinas de la Ronda, cuentan que en 1644, se encontró con Mariana de Jesús oyendo misa en la Capilla de los Ángeles, y que muy a pesar de la profanidad que mostraba el vestido de la hija del Cacique, fue amiga de quien luego sería la Santa de Quito.
Hasta hace poco se escuchaba, desde los balcones, siempre una misma voz desentonada. Era la de un hombre que recogía lo triste y lo barato, y lo devolvía siempre envuelto en un paño práctico y alegre. Era la voz de Eliseo Sandoval, “el Taita Pendejadas”, que acomodaba todo desecho con milimétrico sentido, en el cajón de su memoria y si no lo vendía ni lo cambiaba, lo regalaba.
Hubo pan desde la Colonia, desde que la calle alimentó el hambre y la sed del ilustre y el desconocido. Salvadora Velásquez lo amasaba en 1797 y dos siglos después se sigue oliendo el buen pan del barrio. Hubo sastres también desde antes, hoy Miguel Mafla viste a los vecinos con la paciencia que da un oficio aprendido de los abuelos.
Ignacio Arauz, fregador, era el masajista de la calle y muy cerca de su consultorio, Joaquín Rodríguez “El Cura Pícaro”, dueño de una casa en la primera cuadra y cura de fe y oficio; vivía con sus cinco hijos. Toribio Ávila, el escultor, dejó sus mejores obras en la sacristía de la iglesia de San Francisco, y el estucador Pablo Nardi, enseñaba sus habilidades traídas de Italia, en la escuela de bellas artes fundada por García Moreno.
También habitó un traidor, un asesino encantador, al que todos los vecinos veían ir y venir de la casa de su víctima en la Plaza de Santo Domingo. Faustino Rayo fue siempre recordado como un vecino alegre y conversión, y su casa “la casa Honda” guarda todavía la memoria triste de un destino irrevocable.
Un niño, de apenas cinco años de edad, llegó un día con su madre y su abuela a una casa esquinera en la Venezuela y Morales, vivió y jugó allí su infancia. 26 años después volvió para escribir una de las obras fundamentales del Ecuador. Federico Gonzáles Suárez escribió su Historia del Ecuador, en la que él llamaba “su casita de la quebrada”.
El poeta Hugo Alemán habitaba una casa desde la más profunda nostalgia, y escribía y describía a su calle y a su gente con una eterna y desolada tranquilidad: “Nuestros pasos tendrán que ir, bajo el embrujo de la noche, hacia el refugio gris de un cafetín arrabalero”, y se reunían todos en una dulce bohemia en el Murcielagario.
El Murcielagario fue ese subsuelo amplio, de acceso secreto y codificado, donde funcionaba una cantina auspiciada por el entonces director de correos, el Coronel Alomía. Ahí los poetas Augusto Arias, Jorge Carrera Andrade, Ricardo Álvarez y Hugo Alemán, así como otros novatos invitados; llegaban tras dar la contraseña a la tendera vieja y malhumorada, que abría una puerta en el piso para dar paso a la bohemia.
Un artesano, Ángel Moncayo, fabricaba el caparazón templado de los compases: unas guitarras famosas por llevar el sello de una serenata. Hubo música, como aquellos acordes de Carlos Guerra Paredes compositor de calle y de balcón, de “Una guitarra vieja” y de “Esta pena mía”, que resonaban desde su casa.
Cuentan que a veces “El Viejo Guerra”, cruzaba la calle y se internaba en una del frente, la de Ana Luisa Muñoz, y ahí en memorables noches de canto, junto con Carrera Andrade y Augusto Arias, escribían quizás sin saberlo; una parte de la historia de nuestra música.
La casa de Ana Luisa Muñoz cobijó a poetas, cantores y viajeros solitarios, tan fascinante fue aquella mujer que una tarde de 1935, el compositor Sergio Mejía escribió su pasillo “Negra Mala” y se lo dedicó a la dueña de casa.
Hubo la música, y la hubo siempre y para todo; Alfredo Carpio, compositor de “El Chulla Quiteño” al final de su vida habitó esa calle torcida, compartiendo con Hugo Alemán, charlas y noches de desvelos y cuidados.
Aquellos acordes y olores antiguos nos deslizan por entre las piedras hacia las casas y sus patios, toda huella nos lleva irremediablemente de la Ronda a la Ronda, de la música a la poesía, de la lluvia, al simple transitar cotidiano.
Articulo Manuel Jimenez
Un día me descuidé y La Ronda me fue creciendo.
Cómo la nariz, el volumen abdominal y el grosor del cabello, la mirada con que vemos el mundo cambia y nos hace sin remedio otros bajo el pulso insistente del minutero que nos lleva de la niñez al mundo de los adultos. La casa de mis abuelos era un más grande ante mis 7 años asombrados que lo que sería años más tarde, en mi adolescencia. Las historias y anécdotas personales de papá ocurrían en lugares donde el tiempo no transcurría y sus personajes no envejecían en ese meandro del olvido donde ocurren los cuentos de los mayores. El Quito de mi madre con sus callejas tachonadas de iglesias, sus cuestas empedradas, los chullas bromistas, la Torera y las beatas de mantilla se me antojaban tan definitivos como las hadas, las torres habitadas por princesas imposibles y los dragones guardianes de algún arcano misterio.
Aprendí a amar a Quito desde la Guatemala en que viví mis 10 primeros años, a través del technicolor de los relatos de mamá. Ella y yo atesorábamos la ciudad natal de forma distinta: mamá con sus recuerdos y nostalgias vivas, yo con la promesa imaginada del regreso a aquella ciudad recoleta que escondida debía encontrar un día entre Los Andes para encajar las piezas de mi vida infantil, armada ya para entonces como colcha de retazos de aquí y de allá.
Recuerdo un 10 de Agosto en la casa de otros ecuatorianos residentes de la capital guatemalteca en que alrededor de un piano se cantaban pasillos y pasacalles, que entre canciones y recuerdos, ese Quito aun lejano e imaginado se dejaba habitar por mi como se dejaban habitar aquellos castillos y cuentos, con la imaginación y la nostalgia con que se extraña la utopía que aún no llega. Esa tarde que aprendía con mamá a cantar “El Chulla Quiteño” como quien canta en un himno del corazón, los sones de la batalla final ha de librarse para la reconquista de La Tierra Prometida. Volver a Quito se convirtió para así en una campaña de infantería en que mamá recuperaría un día las historias míticas de su nostalgia y yo, la realidad en donde habitaban la casa de los abuelos, la pléyade de primos y parientes en el crisol donde también se fundían la Caja Ronca, la Guaragua, las colaciones y el Aguila Quiteña.
Como no hay plazo que no se cumpla, un día de octubre de 1975 llegué cargado de mis diez años y vía Branniff a tomar posesión del pedazo de historia que le faltaba a mi colcha de retazos. Así, poco a poco y día por día empecé a incursionar en la familia y de la mano de ella, en las calles de la ciudad que estaban ligadas a mamá: la Venezuela, para visitar a la señora Olguita, la Manabí, para encargar el nuevo par de zapatos a medida, la Guayaquil para entrar a San Agustín y cruzarse al Globo a comprar camisetas de PASA. Más tarde la brigada que engordábamos con mis primos Oscar, Gustavo y Fabricio se atrevía a gestas mayores cuando por curiosos (que no por militantes) íbamos a las bullas contra el alza de los pasajes o contra la dictadura de turno. A medida que avanzábamos, Quito se hacía más grande y sin saberlo, se nos metía más adentro.
Con la adolescencia, el Centro volvió a ser la Terra Incógnita donde habitaban los comercios viejos, los buses humeantes y las huestes aguerridas de primos hubimos de replegarnos a nuestros cuarteles del centro norte donde se vivía mejor el arribo de la modernidad que traía el boom del petróleo. Años después, andando de zancada en zancada por la vida mis huesos fueron a trabajar en el Centro y Quito me hizo jugar de local en cancha propia y aprehendí cada pretil, atrio y portada, hasta hacer de él una casa tanto o más propia que la propia casa. Desde entonces en un sueño que se va volviendo real por episodios, la historia y los edificios de su memoria que estuvieron asfixiados por los tugurios y las ventas, ha ido emergiendo constante como surge el Ruco Pichincha cuando se despeja la neblina mañanera.
La callecita de La Ronda es la última frontera donde el asombro y la técnica me van iluminando los rincones de la ciudad que alguna vez creí perdida sin remedio en la penumbra del olvido y va sacando con artes de quiromante calles, casas y placitas del baúl del desuso y el abandono.
Ahora, la casa de los abuelos en el centro norte dejo de ser tal y pasó de manos hace rato para convertirse en hotelito de amantes furtivos. Transfigurada en tamaño y en sustancia parece más chica que hace 30 años como en el cuento de Alicia ahora que estoy del otro lado del espejo interior de los grandes. A contramano, mutas mutandi, el Centro me ha ido creciendo y creciendo y La Ronda ha dejado de ser la callejuela que se mostraba a los amigos turistas de pasada, desde un auto con vidrios cerrados, y a riesgo propio, para ser un sitio donde vuelven a vivir, redimidos de su vieja condena, los seres que poblaban los mitos infantiles. Y uno va, como se va por casa o por los recovecos de la memoria que son lo mismo, caminando entre el olor de los higos con queso y el canguil de dulce y mi abuelo que se ha levantado de la memoria y de la muerte, conversa en el Murcielagario con el poeta Carrera Andrade y alcanzo a escucharle “he venido a mirar el mundo hasta la entraña…no he venido a burlarme de la muerte…” y le hecho como de reojo una mirada a la Negra Mala, mientras mi pequeña Alegría se acerca y le pregunta al hombre de las solapas subidas “¿Cómo te llamas?” - Augusto Arias - oigo al pasar y yo sin saber si en esta Comala local los niños interrogan a los espantos añosos en su conjuro inocente para traerlos densos y dulcificados a caminar entre los adoquines, el calicanto y los dinteles que han vuelto también desde la polilla y el olvido. Y no sé aún si sabrán los guitarreros muertos en los 50´s que su muerte ha sido solo un exilio temporal y que sedientos pedimos las canciones de los taitas a ver si bajo el balcón cantamos para que asome una muchacha, a salvarnos del hastío del monitor, el cursor y el mouse. Creo que voy a reservar una suite en este interregno de la memoria por si un dia la muerte me pilla sin confesar y decido mudarme allá para aún después de la vida colarme en la casa 707 a convivir con los vivos en un concierto del Pancho Prado o del Hugo Idrovo, con los hijos de mis hijos y los amigos que sobrevivan en este Quito que siempre da el vuelto de más y que a mis 42 años definitivamente se ve mucho, mucho más grande que a los 10, quizá porque aún nos quedan a Quito y a mi, muchas infancias por recorrer.
Manuel Jiménez Carrera
Agosto del 2007
Cómo la nariz, el volumen abdominal y el grosor del cabello, la mirada con que vemos el mundo cambia y nos hace sin remedio otros bajo el pulso insistente del minutero que nos lleva de la niñez al mundo de los adultos. La casa de mis abuelos era un más grande ante mis 7 años asombrados que lo que sería años más tarde, en mi adolescencia. Las historias y anécdotas personales de papá ocurrían en lugares donde el tiempo no transcurría y sus personajes no envejecían en ese meandro del olvido donde ocurren los cuentos de los mayores. El Quito de mi madre con sus callejas tachonadas de iglesias, sus cuestas empedradas, los chullas bromistas, la Torera y las beatas de mantilla se me antojaban tan definitivos como las hadas, las torres habitadas por princesas imposibles y los dragones guardianes de algún arcano misterio.
Aprendí a amar a Quito desde la Guatemala en que viví mis 10 primeros años, a través del technicolor de los relatos de mamá. Ella y yo atesorábamos la ciudad natal de forma distinta: mamá con sus recuerdos y nostalgias vivas, yo con la promesa imaginada del regreso a aquella ciudad recoleta que escondida debía encontrar un día entre Los Andes para encajar las piezas de mi vida infantil, armada ya para entonces como colcha de retazos de aquí y de allá.
Recuerdo un 10 de Agosto en la casa de otros ecuatorianos residentes de la capital guatemalteca en que alrededor de un piano se cantaban pasillos y pasacalles, que entre canciones y recuerdos, ese Quito aun lejano e imaginado se dejaba habitar por mi como se dejaban habitar aquellos castillos y cuentos, con la imaginación y la nostalgia con que se extraña la utopía que aún no llega. Esa tarde que aprendía con mamá a cantar “El Chulla Quiteño” como quien canta en un himno del corazón, los sones de la batalla final ha de librarse para la reconquista de La Tierra Prometida. Volver a Quito se convirtió para así en una campaña de infantería en que mamá recuperaría un día las historias míticas de su nostalgia y yo, la realidad en donde habitaban la casa de los abuelos, la pléyade de primos y parientes en el crisol donde también se fundían la Caja Ronca, la Guaragua, las colaciones y el Aguila Quiteña.
Como no hay plazo que no se cumpla, un día de octubre de 1975 llegué cargado de mis diez años y vía Branniff a tomar posesión del pedazo de historia que le faltaba a mi colcha de retazos. Así, poco a poco y día por día empecé a incursionar en la familia y de la mano de ella, en las calles de la ciudad que estaban ligadas a mamá: la Venezuela, para visitar a la señora Olguita, la Manabí, para encargar el nuevo par de zapatos a medida, la Guayaquil para entrar a San Agustín y cruzarse al Globo a comprar camisetas de PASA. Más tarde la brigada que engordábamos con mis primos Oscar, Gustavo y Fabricio se atrevía a gestas mayores cuando por curiosos (que no por militantes) íbamos a las bullas contra el alza de los pasajes o contra la dictadura de turno. A medida que avanzábamos, Quito se hacía más grande y sin saberlo, se nos metía más adentro.
Con la adolescencia, el Centro volvió a ser la Terra Incógnita donde habitaban los comercios viejos, los buses humeantes y las huestes aguerridas de primos hubimos de replegarnos a nuestros cuarteles del centro norte donde se vivía mejor el arribo de la modernidad que traía el boom del petróleo. Años después, andando de zancada en zancada por la vida mis huesos fueron a trabajar en el Centro y Quito me hizo jugar de local en cancha propia y aprehendí cada pretil, atrio y portada, hasta hacer de él una casa tanto o más propia que la propia casa. Desde entonces en un sueño que se va volviendo real por episodios, la historia y los edificios de su memoria que estuvieron asfixiados por los tugurios y las ventas, ha ido emergiendo constante como surge el Ruco Pichincha cuando se despeja la neblina mañanera.
La callecita de La Ronda es la última frontera donde el asombro y la técnica me van iluminando los rincones de la ciudad que alguna vez creí perdida sin remedio en la penumbra del olvido y va sacando con artes de quiromante calles, casas y placitas del baúl del desuso y el abandono.
Ahora, la casa de los abuelos en el centro norte dejo de ser tal y pasó de manos hace rato para convertirse en hotelito de amantes furtivos. Transfigurada en tamaño y en sustancia parece más chica que hace 30 años como en el cuento de Alicia ahora que estoy del otro lado del espejo interior de los grandes. A contramano, mutas mutandi, el Centro me ha ido creciendo y creciendo y La Ronda ha dejado de ser la callejuela que se mostraba a los amigos turistas de pasada, desde un auto con vidrios cerrados, y a riesgo propio, para ser un sitio donde vuelven a vivir, redimidos de su vieja condena, los seres que poblaban los mitos infantiles. Y uno va, como se va por casa o por los recovecos de la memoria que son lo mismo, caminando entre el olor de los higos con queso y el canguil de dulce y mi abuelo que se ha levantado de la memoria y de la muerte, conversa en el Murcielagario con el poeta Carrera Andrade y alcanzo a escucharle “he venido a mirar el mundo hasta la entraña…no he venido a burlarme de la muerte…” y le hecho como de reojo una mirada a la Negra Mala, mientras mi pequeña Alegría se acerca y le pregunta al hombre de las solapas subidas “¿Cómo te llamas?” - Augusto Arias - oigo al pasar y yo sin saber si en esta Comala local los niños interrogan a los espantos añosos en su conjuro inocente para traerlos densos y dulcificados a caminar entre los adoquines, el calicanto y los dinteles que han vuelto también desde la polilla y el olvido. Y no sé aún si sabrán los guitarreros muertos en los 50´s que su muerte ha sido solo un exilio temporal y que sedientos pedimos las canciones de los taitas a ver si bajo el balcón cantamos para que asome una muchacha, a salvarnos del hastío del monitor, el cursor y el mouse. Creo que voy a reservar una suite en este interregno de la memoria por si un dia la muerte me pilla sin confesar y decido mudarme allá para aún después de la vida colarme en la casa 707 a convivir con los vivos en un concierto del Pancho Prado o del Hugo Idrovo, con los hijos de mis hijos y los amigos que sobrevivan en este Quito que siempre da el vuelto de más y que a mis 42 años definitivamente se ve mucho, mucho más grande que a los 10, quizá porque aún nos quedan a Quito y a mi, muchas infancias por recorrer.
Manuel Jiménez Carrera
Agosto del 2007
Articulo Isabel Guarderas
Quito, ciudad colonial de costumbres cordiales, de entretenimientos simples y joviales. Quito, ciudad de andariegos y serenatas, de celadores, bebedores y mojigatos, ciudad de Dios y ciudad de todos. Aquí, donde el trabajo honrado y paciente, da paso a oficios nobles y cuidadosos que han abastecido las más variadas necesidades de los quiteños.
En los barrios de la ciudad, desde la época de la colonia, era casi impensable la ausencia de un sastre, un panadero, una costurera o bordadora y hasta un distribuidor de licor ubicados en el perímetro de una manzana de no más de seis casas. Hoy, la industrialización y la fiebre del centro comercial, han hecho difícil la permanencia de aquellos vecinos indispensables para el abastecimiento de los hogares y los caprichos de los hombres y las mujeres de Quito.
Aquellas prácticas pacienzudas y delicadas, son parte de una herencia viva, de conocimientos transmitidos de generación en generación, que complementan el patrimonio cultural e histórico de Quito, pues son testimonio de épocas gloriosas, así como de crisis y necesidades. Y aunque han sido pocos los que se han aferrado a su primer trabajo, a esa actividad que deja el ingreso económico en un segundo plano y pone como prioridad el servicio y la complacencia de sus clientes, en el barrio de la Ronda, uno de los barrios más tradicionales del casco colonial quiteño, se encuentran algunos de estos luchadores que hoy dan fe de sus labores y obras que han servido a muchos que ya no están y algunos que se niegan a ver el tiempo pasar.
Doña Mariana de Jesús Segarra Segovia
“La gente ya no borda porque no le gusta estar sentada”
El bordado se remonta a la antigua China en los años 1700 A.C. aunque hay vestigios de esta práctica en varias culturas americanas y europeas como los incas y los griegos. Las prendas bordadas por lo general denotaban el grado de nobleza de quien las usaba. El uso de hilos de oro, plata y hasta piedras preciosas marcaba el rango social de un líder o jefe.
Aunque se ha considerado al bordado como un oficio del pueblo, en el siglo XIX en Quito, su práctica era parte de las actividades cotidianas de mujeres de alcurnia que pasaban las tardes junto a la ventana o tomando el té con amigas y vecinas. Además, era una práctica noble y que requería paciencia y dedicación, por eso las religiosas la incluyeron entre sus obligaciones como una herramienta para la meditación y el recogimiento.
“…Los conventos fueron también espacios más apropiados que el común de los hogares de aquella época para la educación de las mujeres, la que como hemos dicho antes, incluía la enseñanza de las primeras letras, los números y las funciones básicas, un barniz de los conocimientos generales del mundo, y el estudio del latín, que era fundamental para comprender los rezos, el ritual católico y los cánticos religiosos. En realidad, si hubo un espacio en donde se pudieron desarrollar ciertos aspectos de la cultura fue el de los monasterios pues allí se organizaban representaciones teatrales y veladas de música sacra y se cultivaban las actividades que se consideraban propias del sexo femenino tales como costura, bordado, tejido, confección de ciertos implementos del hogar, cocina y pastelería.”
Doña Mariana Segarra es parte de esta historia. Vino de Cuenca, ciudad donde nació, para estudiar en los Sagrados Corazones de Rumipamba hace cuarenta años. El oficio del bordado ya lo conocía porque viene de una familia de bordadoras, y lo perfeccionó con las monjas del colegio. Desde que salió del colegio trabajó en el bordado a máquina, diseñando y confeccionando piezas, especialmente para imágenes y festividades religiosas. Sus máquinas marca son hoy, para muchos reliquias, pero para ella su fuente de ingresos.
Los almacenes de la calle Rocafuerte, donde se expende la mayor cantidad de vestimenta y adornos para las imágenes religiosas y las fiestas litúrgicas, reciben de doña Mariana las más variadas piezas de vestir: capas, blusas, blusones, pantalones, abrigos, manteles y mantas para esculturas de hasta un metro y medio de alto. Sus diseños están inspirados en el día a día, en lo que tiene a su alrededor: el cielo azul, las flores del balcón, los jardines por los que pasa, cualquier imagen que sobre la tela pueda convertirse en un hermoso decorado. El manejo de los colores y las texturas es otro factor importante y finalmente, como ella lo dice “el buen gusto”.
Marco Jaccho
Cerero
La práctica de la cerería tiene su origen principalmente en la necesidad. Antes de que se descubriera la luz eléctrica, los cilindros de cera de abeja o cebo de res daban luz y calor a los hombres en sus hogares y ciudades. Aunque originalmente el cáñamo era material utilizado. Los celtas lo cultivaban 800 años antes de Cristo y lo vendían en Roma y Grecia para la elaboración de velas y cuerdas. Llegada la luz eléctrica y el alumbrado público, las velas pasaron a ser elementos decorativos, religiosos y mágicos.
Desde la colonia, el arte de la cerería ha estado vinculado muy estrechamente a las prácticas religiosas, especialmente cristianas. Según los creyentes, cuando el gobierno romano persiguió a la Iglesia durante los siglos I, II y III D.C., los fieles se reunían y escondían en cuevas y catacumbas durante la noche para practicar sus ritos sin ser descubiertos. En esos ambientes, su único recurso era el fuego. Desde entonces, la luz de las velas tiene un significado de esperanza y nuevo comienzo para los cristianos. Se utiliza principalmente en cultos como el Advenimiento y la Vigilia Pascual, el bautismo y las primeras comuniones.
Aunque ésta práctica también ha perdido en algo su fuerte presencia, el apego a las festividades religiosas y sus costumbres, hacen que los fieles no la dejen morir. Por ello, Marco Jaccho, cerero ambateño, se ha dedicado a esta noble valor desde hace 32 años cuando lo aprendió de su padre. Su taller y almacén para la venta se encuentra en la calle de la Ronda número ###, allí se exhiben, coloridas y frondosas sus palmatorias, cirios, velas y candelabros. Hoy, solo uno de sus cinco hijos varones está aprendiendo el oficio y ayuda a su padre en su trabajo diario que, según el mismo señor Jaccho, “es un oficio poco sacrificado y muy novedoso y creativo.”
Don César Zambonino
“Mi saber es un don de Dios”
Curanderos, chamanes, sobadores; brujas y hechiceras, personajes ancestrales fundamentales en nuestras culturas indígenas andinas. Sus prácticas se respaldan en el conocimiento de la naturaleza y los seres superiores. Según la leyes del estado ecuatoriano, son hombres y mujeres de sabiduría.
Estos “médicos” del pueblo, han curado enfermedades desconocidas y evitado plagas infernales, por lo que son respetados y elogiados entre los quiteños supersticiosos. Su oficio trata a quienes culpan sus males al mal de ojo o al hechizo de alguna brujería. Pero hay también aquellos que creen que sus lesiones físicas por causa del desgastante trabajo en el campo o la ciudad pueden ser curadas por un masajeador que conoce perfectamente los intrincados nudos de músculos y nervios de sus pacientes.
Son estos pacientes los que visitan diariamente a don César Zambonino, sobador de la calle de la Ronda que ejerce su oficio desde hace 50 años. Dice que lo aprendió bajo la dirección de Dios y lo descubrió un día que en su natal Ambato, un vecino del sector se rompió una pierna y él, sin temor alguno, masajeó sus músculos y huesos hasta dejarlo curado.
Hoy, don Cesítar es un prestigioso sobador, visitado por decenas de lesionados a la semana, quienes pagan entre $4 y $5 la consulta, y sus tratamientos deben extenderse a dos o tres consultas según la gravedad de la lesión. Su don divino ha curado a muchos y su sabiduría hoy es parte de ese invalorable conocimiento ancestral que florece discreto en muchas actividades y manifestaciones cotidianas de esta ciudad misteriosa.
Miguel Mafla
El sastre
La necesidad de vestir ha sido para el hombre una prioridad desde sus primeros años. La confección de las prendas era una más de las actividades caseras de las mujeres. En los siglos XIII y XIX en Quito, los indígenas elaboraban su vestimenta con paños y algodón, mientras que las familias pudientes, sobre todo a principios del siglo XIX, adquirían sedas y algodón fino traídos desde Europa y confeccionaban lujosos vestidos y trajes. Más tarde, a finales del siglo XIX y principios del XX, hombres y mujeres acudían a sastres y modistas que practicaban el oficio en sus hogares y abastecían los requerimientos de sus vecinos.
Durante la primera mitad del siglo XX, el sastre era un personaje de mucha importancia, pues, principalmente los caballeros, acudían a él para encargar trajes y chalecos de gala, hechos a su medida y con diseño especial.
Hoy, Miguel Mafla, sastre prestigioso y querido de la Ronda, mantiene su taller en su casa panzona número ###. A él han acudido generaciones de caballeros para pedir sus ternos a la medida. Desde que la costumbre era “virar los ternos”, don Miguel ha mantenido una relación estrecha con sus clientes, de quienes conserva anotadas sus medidas y gustos especiales, para confeccionar sus trajes hasta por encargo desde la distancia.
El hojalatero del barrio
Manuel Humberto Silva
La hojalatería fue una práctica muy común durante el siglo XIX y principios del XX. La elaboración de artefactos de uso doméstico, como baldes, jarras, candelabros y otros fueron de gran utilidad en los hogares de entonces. En la región de Ayacucho, Perú, este oficio fue muy difundido y llegó a elevarse a niveles artísticos. En Quito, varios artesanos se dedicaban a la manufacturación de artefactos de hojalata tanto para uso doméstico como decorativo. Uno de los más vistos fue el candelero del Rondín, personaje importante del siglo XIX que rondaba las calles de la ciudad por la noche.
El oficio decayó cuando, a principios del siglo XX, apareció el plástico, material que acaparó el mercado de los implementos de uso doméstico e industrial. Pero hay quienes hasta hoy utilizan sus manos y unas pocas herramientas para elaborar elementos de gran utilidad como canales para el agua de lluvia, chimeneas industriales o canaletas.
Don Manuel Silva, hojalatero que ha trabajado en la calle de la Ronda desde hace 47 años, mantiene su taller en donde realiza trabajos por encargo para comederos avícolas, canales para agua lluvia, entre otros. También elabora jarras, regaderas, tarros de leche en miniatura, convirtiendo a elementos que antes fueron de gran utilidad en las casas quiteñas en juguetes novedosos. Él aprendió el oficio de su padre, un hojalatero de Riobamba, de quién heredó sus habilidades y herramientas. Nos cuenta, nostálgico que él no ha podido enseñar su oficio a nadie más y que lamentablemente, se irá perdiendo esta práctica que en los primeros años de nuestra ciudad fue tan noble y necesaria.
En los barrios de la ciudad, desde la época de la colonia, era casi impensable la ausencia de un sastre, un panadero, una costurera o bordadora y hasta un distribuidor de licor ubicados en el perímetro de una manzana de no más de seis casas. Hoy, la industrialización y la fiebre del centro comercial, han hecho difícil la permanencia de aquellos vecinos indispensables para el abastecimiento de los hogares y los caprichos de los hombres y las mujeres de Quito.
Aquellas prácticas pacienzudas y delicadas, son parte de una herencia viva, de conocimientos transmitidos de generación en generación, que complementan el patrimonio cultural e histórico de Quito, pues son testimonio de épocas gloriosas, así como de crisis y necesidades. Y aunque han sido pocos los que se han aferrado a su primer trabajo, a esa actividad que deja el ingreso económico en un segundo plano y pone como prioridad el servicio y la complacencia de sus clientes, en el barrio de la Ronda, uno de los barrios más tradicionales del casco colonial quiteño, se encuentran algunos de estos luchadores que hoy dan fe de sus labores y obras que han servido a muchos que ya no están y algunos que se niegan a ver el tiempo pasar.
Doña Mariana de Jesús Segarra Segovia
“La gente ya no borda porque no le gusta estar sentada”
El bordado se remonta a la antigua China en los años 1700 A.C. aunque hay vestigios de esta práctica en varias culturas americanas y europeas como los incas y los griegos. Las prendas bordadas por lo general denotaban el grado de nobleza de quien las usaba. El uso de hilos de oro, plata y hasta piedras preciosas marcaba el rango social de un líder o jefe.
Aunque se ha considerado al bordado como un oficio del pueblo, en el siglo XIX en Quito, su práctica era parte de las actividades cotidianas de mujeres de alcurnia que pasaban las tardes junto a la ventana o tomando el té con amigas y vecinas. Además, era una práctica noble y que requería paciencia y dedicación, por eso las religiosas la incluyeron entre sus obligaciones como una herramienta para la meditación y el recogimiento.
“…Los conventos fueron también espacios más apropiados que el común de los hogares de aquella época para la educación de las mujeres, la que como hemos dicho antes, incluía la enseñanza de las primeras letras, los números y las funciones básicas, un barniz de los conocimientos generales del mundo, y el estudio del latín, que era fundamental para comprender los rezos, el ritual católico y los cánticos religiosos. En realidad, si hubo un espacio en donde se pudieron desarrollar ciertos aspectos de la cultura fue el de los monasterios pues allí se organizaban representaciones teatrales y veladas de música sacra y se cultivaban las actividades que se consideraban propias del sexo femenino tales como costura, bordado, tejido, confección de ciertos implementos del hogar, cocina y pastelería.”
Doña Mariana Segarra es parte de esta historia. Vino de Cuenca, ciudad donde nació, para estudiar en los Sagrados Corazones de Rumipamba hace cuarenta años. El oficio del bordado ya lo conocía porque viene de una familia de bordadoras, y lo perfeccionó con las monjas del colegio. Desde que salió del colegio trabajó en el bordado a máquina, diseñando y confeccionando piezas, especialmente para imágenes y festividades religiosas. Sus máquinas marca son hoy, para muchos reliquias, pero para ella su fuente de ingresos.
Los almacenes de la calle Rocafuerte, donde se expende la mayor cantidad de vestimenta y adornos para las imágenes religiosas y las fiestas litúrgicas, reciben de doña Mariana las más variadas piezas de vestir: capas, blusas, blusones, pantalones, abrigos, manteles y mantas para esculturas de hasta un metro y medio de alto. Sus diseños están inspirados en el día a día, en lo que tiene a su alrededor: el cielo azul, las flores del balcón, los jardines por los que pasa, cualquier imagen que sobre la tela pueda convertirse en un hermoso decorado. El manejo de los colores y las texturas es otro factor importante y finalmente, como ella lo dice “el buen gusto”.
Marco Jaccho
Cerero
La práctica de la cerería tiene su origen principalmente en la necesidad. Antes de que se descubriera la luz eléctrica, los cilindros de cera de abeja o cebo de res daban luz y calor a los hombres en sus hogares y ciudades. Aunque originalmente el cáñamo era material utilizado. Los celtas lo cultivaban 800 años antes de Cristo y lo vendían en Roma y Grecia para la elaboración de velas y cuerdas. Llegada la luz eléctrica y el alumbrado público, las velas pasaron a ser elementos decorativos, religiosos y mágicos.
Desde la colonia, el arte de la cerería ha estado vinculado muy estrechamente a las prácticas religiosas, especialmente cristianas. Según los creyentes, cuando el gobierno romano persiguió a la Iglesia durante los siglos I, II y III D.C., los fieles se reunían y escondían en cuevas y catacumbas durante la noche para practicar sus ritos sin ser descubiertos. En esos ambientes, su único recurso era el fuego. Desde entonces, la luz de las velas tiene un significado de esperanza y nuevo comienzo para los cristianos. Se utiliza principalmente en cultos como el Advenimiento y la Vigilia Pascual, el bautismo y las primeras comuniones.
Aunque ésta práctica también ha perdido en algo su fuerte presencia, el apego a las festividades religiosas y sus costumbres, hacen que los fieles no la dejen morir. Por ello, Marco Jaccho, cerero ambateño, se ha dedicado a esta noble valor desde hace 32 años cuando lo aprendió de su padre. Su taller y almacén para la venta se encuentra en la calle de la Ronda número ###, allí se exhiben, coloridas y frondosas sus palmatorias, cirios, velas y candelabros. Hoy, solo uno de sus cinco hijos varones está aprendiendo el oficio y ayuda a su padre en su trabajo diario que, según el mismo señor Jaccho, “es un oficio poco sacrificado y muy novedoso y creativo.”
Don César Zambonino
“Mi saber es un don de Dios”
Curanderos, chamanes, sobadores; brujas y hechiceras, personajes ancestrales fundamentales en nuestras culturas indígenas andinas. Sus prácticas se respaldan en el conocimiento de la naturaleza y los seres superiores. Según la leyes del estado ecuatoriano, son hombres y mujeres de sabiduría.
Estos “médicos” del pueblo, han curado enfermedades desconocidas y evitado plagas infernales, por lo que son respetados y elogiados entre los quiteños supersticiosos. Su oficio trata a quienes culpan sus males al mal de ojo o al hechizo de alguna brujería. Pero hay también aquellos que creen que sus lesiones físicas por causa del desgastante trabajo en el campo o la ciudad pueden ser curadas por un masajeador que conoce perfectamente los intrincados nudos de músculos y nervios de sus pacientes.
Son estos pacientes los que visitan diariamente a don César Zambonino, sobador de la calle de la Ronda que ejerce su oficio desde hace 50 años. Dice que lo aprendió bajo la dirección de Dios y lo descubrió un día que en su natal Ambato, un vecino del sector se rompió una pierna y él, sin temor alguno, masajeó sus músculos y huesos hasta dejarlo curado.
Hoy, don Cesítar es un prestigioso sobador, visitado por decenas de lesionados a la semana, quienes pagan entre $4 y $5 la consulta, y sus tratamientos deben extenderse a dos o tres consultas según la gravedad de la lesión. Su don divino ha curado a muchos y su sabiduría hoy es parte de ese invalorable conocimiento ancestral que florece discreto en muchas actividades y manifestaciones cotidianas de esta ciudad misteriosa.
Miguel Mafla
El sastre
La necesidad de vestir ha sido para el hombre una prioridad desde sus primeros años. La confección de las prendas era una más de las actividades caseras de las mujeres. En los siglos XIII y XIX en Quito, los indígenas elaboraban su vestimenta con paños y algodón, mientras que las familias pudientes, sobre todo a principios del siglo XIX, adquirían sedas y algodón fino traídos desde Europa y confeccionaban lujosos vestidos y trajes. Más tarde, a finales del siglo XIX y principios del XX, hombres y mujeres acudían a sastres y modistas que practicaban el oficio en sus hogares y abastecían los requerimientos de sus vecinos.
Durante la primera mitad del siglo XX, el sastre era un personaje de mucha importancia, pues, principalmente los caballeros, acudían a él para encargar trajes y chalecos de gala, hechos a su medida y con diseño especial.
Hoy, Miguel Mafla, sastre prestigioso y querido de la Ronda, mantiene su taller en su casa panzona número ###. A él han acudido generaciones de caballeros para pedir sus ternos a la medida. Desde que la costumbre era “virar los ternos”, don Miguel ha mantenido una relación estrecha con sus clientes, de quienes conserva anotadas sus medidas y gustos especiales, para confeccionar sus trajes hasta por encargo desde la distancia.
El hojalatero del barrio
Manuel Humberto Silva
La hojalatería fue una práctica muy común durante el siglo XIX y principios del XX. La elaboración de artefactos de uso doméstico, como baldes, jarras, candelabros y otros fueron de gran utilidad en los hogares de entonces. En la región de Ayacucho, Perú, este oficio fue muy difundido y llegó a elevarse a niveles artísticos. En Quito, varios artesanos se dedicaban a la manufacturación de artefactos de hojalata tanto para uso doméstico como decorativo. Uno de los más vistos fue el candelero del Rondín, personaje importante del siglo XIX que rondaba las calles de la ciudad por la noche.
El oficio decayó cuando, a principios del siglo XX, apareció el plástico, material que acaparó el mercado de los implementos de uso doméstico e industrial. Pero hay quienes hasta hoy utilizan sus manos y unas pocas herramientas para elaborar elementos de gran utilidad como canales para el agua de lluvia, chimeneas industriales o canaletas.
Don Manuel Silva, hojalatero que ha trabajado en la calle de la Ronda desde hace 47 años, mantiene su taller en donde realiza trabajos por encargo para comederos avícolas, canales para agua lluvia, entre otros. También elabora jarras, regaderas, tarros de leche en miniatura, convirtiendo a elementos que antes fueron de gran utilidad en las casas quiteñas en juguetes novedosos. Él aprendió el oficio de su padre, un hojalatero de Riobamba, de quién heredó sus habilidades y herramientas. Nos cuenta, nostálgico que él no ha podido enseñar su oficio a nadie más y que lamentablemente, se irá perdiendo esta práctica que en los primeros años de nuestra ciudad fue tan noble y necesaria.
Articulo de Sara Serrano
La identidad del rondeño
EL VECINO MÁS ANTIGUO Y OTRAS MEMORIAS
Por Sara Serrano Albuja
Desde niña vi a La Ronda pintada de todas las formas. Fotogénica, La Ronda fue y es una de las modelos preferidas por los artistas del pincel y la poesía, pero quizá tan solo ahora, gracias a su recuperación arquitectónica y cultural, puedo develar sus secretos y adentrarme como arqueóloga respetuosa en sus tesoros e historias.
Con sano orgullo quiteño recorro su callejuela angosta y curvilínea y descubro nuevamente ese exquisito perfil de la bohemia intelectual y creativa de Quito que marcó desde hace siglos el carácter de nuestra identidad y que asombró a visitantes como el científico y expedicionario Alexander Von Humboldt (1).
Quiero saber más sobre La Ronda. Saber, por ejemplo, cuáles son ahora los vecinos más antiguos del barrio; cuánto sienten a su calle los pobladores que han vivido en él durante dos, tres, cuatro y hasta cinco décadas o más.
Con casi 100 años a cuestas, Don Alfredo Salazar, el más antiguo vecino de La Ronda, en su casa 692 nos devela algo de su vida.
Inicia el diálogo con buena sal quiteña: “¿Cuántos años tiene?”, le pregunto. “Yo, recién nacido soy”, contesta y ríe. “Nuevito ha sido”, le digo y me sumo a su risa suave.
Con su voz pausada y casi centenaria, con retazos de su memoria, este antiguo vecino de La Ronda reconstruye pistas de su vida. Dice tener 101 años. “¡Cuánta memoria, cuántos recuerdos!” comento y me contesta picarón: “Cuántas mujeres, cuántos hombres...” .
“Mi tierra ha sido toda la vida Quito, prosigue. Mi vida ha sido, a veces, triste. Fui músico. Toqué como cuarenta años en la banda”. Menciona a la banda municipal y a la del Ejército. Recuerda que su papá le llevó a la fuerza a Guayaquil. “Allí fui empleado desde guagua, tendría unos seis años”. Después cuenta que regresó al Quito que extrañaba. “Entré de ordenanza al Ejército. Yo tocaba varios instrumentos porque salí medio hábil en la música”.
Cuenta que un oficial español le reclutó a él cuando tenía 13 años y a otros adolescentes para que se convritieran en ordenanzas, y fue ese mismo oficial quien le enseñó a ser músico. “También fui jinete del regimiento Yaguachi”, afirma.
Su hija menor, Lucy, que tiene una discapacidad para hablar pero goza de una enorme amabilidad y simpatía, corre solícita a uno de los cuartos y trae un álbum de fotografías para documentar la conversación. Observo en ese registro familiar un recorte con una imagen muy antigua del diario El Comercio: su padre Alfredo junto con otros músicos; otra con un grupo de espectadores junto al expresidente José María Velasco Ibarra y muchas otras fotos familiares que incitan la memoria.
“Era guambra cuando vine a La Ronda”, recuerda Don Salazar. “Tuvo 18 hijos”, afirma Lucy pero él sonríe y le corrige bromeando: “28”. “No, 18”, aclara la hija.
Mientras sigo con Don Alfredo, quien a veces me repite apenado que “a esta edad las cosas se han sabido olvidar”, Lucy toma la iniciativa de hacer una llamada telefónica a su hermana mayor, a quien miro en blanco y negro entre tanto recuerdo fotográfico.
Angélica Salazar, con su voz cordial desde el teléfono, me enseña otras piezas que ayudan a reconstruir la historia familiar del vecino más antiguo de la Ronda. “Mi madre, Sara María Herrera, quiso que compráramos esta casa”, revela.
Angélica recuerda cómo su progenitora se enamoró de los faroles y las macetas con geranios que adornaban algunas casas de la Ronda. “Se la compramos al ingeniero Suárez, quien participó en la construcción del Hospital Militar nuevo. A mi mamá le gustaba mucho esta casa”. Desde el auricular color hueso colgado en la pared, Angélica, de 75 años y que vive en La Granja, describe el ambiente pacífico, las fiestas y otros recuerdos de su calle. “Hace unos treinta años había muchos artistas a diversas horas del día pintando la calle, era muy hermoso, se hacían concursos de pintura. Las casas estaban llenas de familias. Los vecinos nos conocíamos todos y era una vida tranquila. Éramos amables, saludábamos. No había delincuencia”. Le pregunto cuándo cambió todo ello y me contesta con absoluta certeza: “Se dañó desde que hicieron el terminal terrestre del Cumandá y las cachinerías de la 24 de mayo”.
Llegaban delincuentes de otras partes y empezó a dañarse el barrio. Por eso los vecinos, ya hace algunos años, hemos ido saliendo de a poco. Pero hoy, cuando vuelvo a visitar a mi padre, pienso: ¡Qué maravilla, qué linda está la Ronda! Y me da hasta pena de que esta casa se venda…”.
Hay miembros de la familia Salazar viviendo en otros barrios de Quito: en Chillogallo, en La Carolina y hasta en los Estados Unidos. “Mi padre era muy independiente. Hasta hace cuatro años se iba solito a visitar a mi hermana en Chillogallo y él dirigía al taxi, ahora ya no puede movilizarse, ya no sale, pero está lúcido. A veces se sube los años: tiene 98”, dice Angélica en tono risueño.
Don Alfredo Salazar, el más antiguo rondeño, dejará su amado barrio y se irá a otro cercano, colonial y hermoso: La Loma.
Lucy, quien vive en la modesta vivienda rondeña 692, recuerda que sus hermanas recibían románticos serenos. “Había unos muchachos que tocaban música y se reunían y cantaban en el barrio el día de las madres o de los cumpleaños. Ahora no hay muchas serenatas, se han perdido…”, dice un poquito melancólica y sonriente al repasar el álbum. Comenta que una pariente fue elegida reina alguna vez mientras muestra la fotografía antigua de una guapa chica en plena coronación. Una niña pequeñita, una joven, un señor y una anciana lavandera nos rodean en el pequeño y angosto corredor del tercer piso donde Don Alfredo, con su bata en tonos grises, sus guantes negros y sus ojos lúcidos y profundos, es el protagonista de esta historia un sábado a las 10 de la mañana.
La casa, un tanto fría y oscura por los zaguanes y gradas vetustas, se ha vuelto cálida y bullanguera con la presencia de una extraña que hace preguntas.
La amabilidad está presente en todos. Alguien saca un paraguas negro y nos protege del sol que pega justo sobre el corredor alto. La piedra de lavar, al centro del patio húmedo, y los muchos cuartitos me recuerdan las antiguas viviendas quiteñas de los barrios tradicionales. Esta casa no es una de las más vistosas de La Ronda, pero guarda la memoria del más antiguo morador del barrio y atesora historias de gente buena y trabajadora.
Mientras nos refrescamos con el generoso jugo de papaya que en una bandeja nos brinda la joven que minutos antes sostenía el paraguas Don Alfredo recuerda: “Donde más estuve fue en el Municipio. Mi vida ha sido organizar la música”. Le pregunto qué es lo que más ama de Quito: “Nací aquí y sea que me enamorara o no, debía vivir en Quito, aquí en la Ronda”, dice con tono reflexivo.
Don Edgar Patricio Castro, vecino de la casa, se acerca curioso y participativo y exhorta pidiendo que los visitantes no ensucien La Ronda y que los vecinos barran el frente de sus casas. “Está muy mal que hasta se orinen. Debe haber más servicios higiénicos para estos visitantes y no deben votar basura. El Municipio debe hacer cumplir todas las ordenanzas. Esta calle, señorita, es milenaria. Antes de los incas ya existía y ahora es para nosotros un nervio central del turismo. Soy sanroqueño pero hace algún tiempo vine a la Ronda y quiero que se mantenga”. Pienso que como él todos debemos ser guardianes celosos de la hermosura de esta ciudad.
Quien me dio la pista de Don Alfredo Salazar fue otro vecino que vive cuatro décadas en el barrio: Don Miguel Mafla, reconocido sastre rondeño. Un hombre amable, maduro y de temperamento jovial. A sus recuerdos los deja en libre vuelo. Apellidos de las familias antiguas de la calle La Ronda son su primer archivo memorioso. Su casa es la 762. La está restaurando. En ella vivió como inquilino pero, al pasar del tiempo, la compró. El cartel de su puerta en el graderío de entrada menciona los geranios y ofrece algunas delicias: empanadas de viento grandototas y humeantes con chocolate caliente y café de chuspa. Estos bocados acompañan el espectáculo desde el mirador interno del segundo piso, donde se puede observar muy cerquita al Panecillo nocturno adornado con banderas gigantescas de Quito y Ecuador, hechas con cientos de luminarias en honor a la gesta libertaria quiteña del 10 de agosto, hace casi doscientos años. Toda La Ronda respira música, turismo, cultura y un no sé qué de quiteñidad.
“Vivo aquí unos 40 años. Mi rama es la sastrería y aún la ejerzo. Ha sido grato no moverme de aquí y ahora con mucho más razón pues somos propietarios…y con esta recuperación del barrio, un barrio tan lindo, tan emblemático, estamos muy contentos los moradores”, expresa Don Mafla.
“Yo he conocido a mucha gente. Desgraciadamente se han ido desde hace unos treinta años. Por ejemplo la familia Isch, el compositor Carlos Guerra, la familia Nardi. Un hermano de ellos es escultor. Al frente la familia Arroba, aquí al lado la familia Dávila. Todos ellos eran auténticos moradores del barrio. Ahora estamos la nueva generación. De los antiguos vecinos hay muy poquitas personas que aún están aquí, por ejemplo Don Alfredito Salazar, que ya pasa de los 95 años”. Le pido que me comente qué es lo que más recuerda del barrio. “Hace 30 años era muy bueno el barrio, había mucho movimiento. Nos reuníamos los amigos, hacíamos serenatas, decíamos piropos bonitos. Es grato recordar esos tiempos. Había el tradicional pan de agua de la familia Suasnavas aquí abajito. La gente conocía y venía hasta la tarde a comprar. Había las velas, pero como el barrio se degeneró se fueron. Ahora han regresado aunque ya no es el mismo señor. Es una artesanía muy bonita de la velas. En tiempo de inocentes se reunían las familias y vecinos y también en Carnaval, era tranquilo todo”.
Le pregunto qué es lo que más le enamoró del barrio. “En sí, la calle misma”, me dice, “la calle estrechita que es muy bonita, siempre la han pintado en postales y pinturas grandes y debe andar por todo el mundo esta callecita de La Ronda”.
Recuerda que nació en Carchi pero de muy joven vino a Quito, primero a La Tola y luego a La Ronda, de donde nunca más salió. Don Mafla está orgulloso de su oficio de sastre, de su clientela fija que se alejó un poco durante la época en que esta calle histórica se vio asediada por la delincuencia.
Durante los años ochenta empezó la crisis para el barrio, los turistas eran asaltados, algunos vecinos, en ocasiones, los defendían pero no siempre se podía frenar los atracos. “Tratábamos de organizarnos, de hacer vigilancia nocturna, de proteger al barrio”. Le pregunto si sabe de leyendas o personajes propios del lugar, si conoce de historias de amor especiales. Responde que los vecinos le comentaban del Sr. Sandoval, a quien se le conocía como el Taita Pendejadas “Él compraba cositas viejas y luego las vendía. Dicen que era un personaje alto a quien se le murió la señora y se volvió medio loquito, yo no llegué a conocerle”. “Aquí me casé, conseguí a mi señora con serenatas. Y aquí estamos con mi hogar y dos hijos”. Su hijo es cordial y atiende con educación y sencillez el nuevo negocio familiar donde destacan aquellas enormes empanadas de viento.
Pequeños trazos de la vida política de Quito también pasan por nosotros. Alguna gente salía a las bullas y protestaba. Recuerda ue una vez el candidato Alvaro Pérez visitó La Ronda. “Abajo le hicieron una tarima y se derrumbó, menos mal que no era muy alta. Rodaron en La Ronda, ja, ja, ja”.
Pido más recuerdos. Entre ellos narra una pequeña aventura de los guambras del sector:
“Aquí, en la Guayaquil, hay una casita que llamamos del Hueco, una entrada para el sótano, socavones o túneles. Los muchachos traviesos se habían entrado y ellos calculan que habían avanzado hasta la esquina. Allí encontraron ropa militar deteriorada, unos proyectiles, fusiles, sables. Las casitas antiguas tienen muchas historias”.
Mientras escucho esa fascinante narración quisiera indagar de qué época y quienes fueron los protagonistas. Viene a mi memoria la fantástica vida política de Quito. Mi papá me ha comentado de la guerra de los cuatro días. ¿Serán de esa época, serán de la revolución alfarista, de cuándo serán? Cuánto de historia milenaria tiene esta ciudad, cuánto de hermosas leyendas y fantasías, cuánta oralidad.
Don Mafla se despide amablemente. Hay más vecinos que, de seguro, guardan un arcón de historias. El señor zapatero, el señor que daba masajes y ahora hace con su familia aromáticos canelazos. El Sr. de la tienda. Las mujeres que guardarán infinidad de vivencias y memorias. En mi recorrido por La Ronda romántica leo las informaciones en hermosas carteleras de los personajes destacados del barrio. Sin ellas no se entendería ni valoraría el trabajo de recuperación histórica. Recuerdo a mi padre y madre con su guitarra y sus voces, cantando desde que éramos niños Negra Mala, Guitarra Vieja, Esta Pena Mía y tantas melodías nuestras.
Los que amamos Quito estamos hechos de esta fibra y ahora sabemos que esa floración poética y musical tuvo su nidito en la Ronda.
Intensos poetas, amadores de balcones y murcielagarios, músicos de serenatas conocedores de los pasos de piedra, atentos seguidores de la historia, el amor y la política. Hugo Alemán, Carlos Guerra. Hugo Moncayo y otros nos dejaron este patrimonio palpitante.
Más allá de la monumental vista hacia el Panecillo, hacia el antiguo hospital San Juan de Dios, la recuperada avenida 24 de mayo y varios puntos del Centro Histórico. Más allá de la hermosura de su caprichosa forma, de su vernácula arquitectura colonial, hay en La Ronda otra majestuosidad: la de su historia, la de sus intelectuales, la de su gente común, la de sus jilgueros y chullas quiteños.
De ellos es La Ronda y también de los vecinos sencillos que pisaron su hermoso empedrado y habitaron sus casas centenarias mientras le daban vida y cariño al barrio forjando su existencia y sus sueños.
EL VECINO MÁS ANTIGUO Y OTRAS MEMORIAS
Por Sara Serrano Albuja
Desde niña vi a La Ronda pintada de todas las formas. Fotogénica, La Ronda fue y es una de las modelos preferidas por los artistas del pincel y la poesía, pero quizá tan solo ahora, gracias a su recuperación arquitectónica y cultural, puedo develar sus secretos y adentrarme como arqueóloga respetuosa en sus tesoros e historias.
Con sano orgullo quiteño recorro su callejuela angosta y curvilínea y descubro nuevamente ese exquisito perfil de la bohemia intelectual y creativa de Quito que marcó desde hace siglos el carácter de nuestra identidad y que asombró a visitantes como el científico y expedicionario Alexander Von Humboldt (1).
Quiero saber más sobre La Ronda. Saber, por ejemplo, cuáles son ahora los vecinos más antiguos del barrio; cuánto sienten a su calle los pobladores que han vivido en él durante dos, tres, cuatro y hasta cinco décadas o más.
Con casi 100 años a cuestas, Don Alfredo Salazar, el más antiguo vecino de La Ronda, en su casa 692 nos devela algo de su vida.
Inicia el diálogo con buena sal quiteña: “¿Cuántos años tiene?”, le pregunto. “Yo, recién nacido soy”, contesta y ríe. “Nuevito ha sido”, le digo y me sumo a su risa suave.
Con su voz pausada y casi centenaria, con retazos de su memoria, este antiguo vecino de La Ronda reconstruye pistas de su vida. Dice tener 101 años. “¡Cuánta memoria, cuántos recuerdos!” comento y me contesta picarón: “Cuántas mujeres, cuántos hombres...” .
“Mi tierra ha sido toda la vida Quito, prosigue. Mi vida ha sido, a veces, triste. Fui músico. Toqué como cuarenta años en la banda”. Menciona a la banda municipal y a la del Ejército. Recuerda que su papá le llevó a la fuerza a Guayaquil. “Allí fui empleado desde guagua, tendría unos seis años”. Después cuenta que regresó al Quito que extrañaba. “Entré de ordenanza al Ejército. Yo tocaba varios instrumentos porque salí medio hábil en la música”.
Cuenta que un oficial español le reclutó a él cuando tenía 13 años y a otros adolescentes para que se convritieran en ordenanzas, y fue ese mismo oficial quien le enseñó a ser músico. “También fui jinete del regimiento Yaguachi”, afirma.
Su hija menor, Lucy, que tiene una discapacidad para hablar pero goza de una enorme amabilidad y simpatía, corre solícita a uno de los cuartos y trae un álbum de fotografías para documentar la conversación. Observo en ese registro familiar un recorte con una imagen muy antigua del diario El Comercio: su padre Alfredo junto con otros músicos; otra con un grupo de espectadores junto al expresidente José María Velasco Ibarra y muchas otras fotos familiares que incitan la memoria.
“Era guambra cuando vine a La Ronda”, recuerda Don Salazar. “Tuvo 18 hijos”, afirma Lucy pero él sonríe y le corrige bromeando: “28”. “No, 18”, aclara la hija.
Mientras sigo con Don Alfredo, quien a veces me repite apenado que “a esta edad las cosas se han sabido olvidar”, Lucy toma la iniciativa de hacer una llamada telefónica a su hermana mayor, a quien miro en blanco y negro entre tanto recuerdo fotográfico.
Angélica Salazar, con su voz cordial desde el teléfono, me enseña otras piezas que ayudan a reconstruir la historia familiar del vecino más antiguo de la Ronda. “Mi madre, Sara María Herrera, quiso que compráramos esta casa”, revela.
Angélica recuerda cómo su progenitora se enamoró de los faroles y las macetas con geranios que adornaban algunas casas de la Ronda. “Se la compramos al ingeniero Suárez, quien participó en la construcción del Hospital Militar nuevo. A mi mamá le gustaba mucho esta casa”. Desde el auricular color hueso colgado en la pared, Angélica, de 75 años y que vive en La Granja, describe el ambiente pacífico, las fiestas y otros recuerdos de su calle. “Hace unos treinta años había muchos artistas a diversas horas del día pintando la calle, era muy hermoso, se hacían concursos de pintura. Las casas estaban llenas de familias. Los vecinos nos conocíamos todos y era una vida tranquila. Éramos amables, saludábamos. No había delincuencia”. Le pregunto cuándo cambió todo ello y me contesta con absoluta certeza: “Se dañó desde que hicieron el terminal terrestre del Cumandá y las cachinerías de la 24 de mayo”.
Llegaban delincuentes de otras partes y empezó a dañarse el barrio. Por eso los vecinos, ya hace algunos años, hemos ido saliendo de a poco. Pero hoy, cuando vuelvo a visitar a mi padre, pienso: ¡Qué maravilla, qué linda está la Ronda! Y me da hasta pena de que esta casa se venda…”.
Hay miembros de la familia Salazar viviendo en otros barrios de Quito: en Chillogallo, en La Carolina y hasta en los Estados Unidos. “Mi padre era muy independiente. Hasta hace cuatro años se iba solito a visitar a mi hermana en Chillogallo y él dirigía al taxi, ahora ya no puede movilizarse, ya no sale, pero está lúcido. A veces se sube los años: tiene 98”, dice Angélica en tono risueño.
Don Alfredo Salazar, el más antiguo rondeño, dejará su amado barrio y se irá a otro cercano, colonial y hermoso: La Loma.
Lucy, quien vive en la modesta vivienda rondeña 692, recuerda que sus hermanas recibían románticos serenos. “Había unos muchachos que tocaban música y se reunían y cantaban en el barrio el día de las madres o de los cumpleaños. Ahora no hay muchas serenatas, se han perdido…”, dice un poquito melancólica y sonriente al repasar el álbum. Comenta que una pariente fue elegida reina alguna vez mientras muestra la fotografía antigua de una guapa chica en plena coronación. Una niña pequeñita, una joven, un señor y una anciana lavandera nos rodean en el pequeño y angosto corredor del tercer piso donde Don Alfredo, con su bata en tonos grises, sus guantes negros y sus ojos lúcidos y profundos, es el protagonista de esta historia un sábado a las 10 de la mañana.
La casa, un tanto fría y oscura por los zaguanes y gradas vetustas, se ha vuelto cálida y bullanguera con la presencia de una extraña que hace preguntas.
La amabilidad está presente en todos. Alguien saca un paraguas negro y nos protege del sol que pega justo sobre el corredor alto. La piedra de lavar, al centro del patio húmedo, y los muchos cuartitos me recuerdan las antiguas viviendas quiteñas de los barrios tradicionales. Esta casa no es una de las más vistosas de La Ronda, pero guarda la memoria del más antiguo morador del barrio y atesora historias de gente buena y trabajadora.
Mientras nos refrescamos con el generoso jugo de papaya que en una bandeja nos brinda la joven que minutos antes sostenía el paraguas Don Alfredo recuerda: “Donde más estuve fue en el Municipio. Mi vida ha sido organizar la música”. Le pregunto qué es lo que más ama de Quito: “Nací aquí y sea que me enamorara o no, debía vivir en Quito, aquí en la Ronda”, dice con tono reflexivo.
Don Edgar Patricio Castro, vecino de la casa, se acerca curioso y participativo y exhorta pidiendo que los visitantes no ensucien La Ronda y que los vecinos barran el frente de sus casas. “Está muy mal que hasta se orinen. Debe haber más servicios higiénicos para estos visitantes y no deben votar basura. El Municipio debe hacer cumplir todas las ordenanzas. Esta calle, señorita, es milenaria. Antes de los incas ya existía y ahora es para nosotros un nervio central del turismo. Soy sanroqueño pero hace algún tiempo vine a la Ronda y quiero que se mantenga”. Pienso que como él todos debemos ser guardianes celosos de la hermosura de esta ciudad.
Quien me dio la pista de Don Alfredo Salazar fue otro vecino que vive cuatro décadas en el barrio: Don Miguel Mafla, reconocido sastre rondeño. Un hombre amable, maduro y de temperamento jovial. A sus recuerdos los deja en libre vuelo. Apellidos de las familias antiguas de la calle La Ronda son su primer archivo memorioso. Su casa es la 762. La está restaurando. En ella vivió como inquilino pero, al pasar del tiempo, la compró. El cartel de su puerta en el graderío de entrada menciona los geranios y ofrece algunas delicias: empanadas de viento grandototas y humeantes con chocolate caliente y café de chuspa. Estos bocados acompañan el espectáculo desde el mirador interno del segundo piso, donde se puede observar muy cerquita al Panecillo nocturno adornado con banderas gigantescas de Quito y Ecuador, hechas con cientos de luminarias en honor a la gesta libertaria quiteña del 10 de agosto, hace casi doscientos años. Toda La Ronda respira música, turismo, cultura y un no sé qué de quiteñidad.
“Vivo aquí unos 40 años. Mi rama es la sastrería y aún la ejerzo. Ha sido grato no moverme de aquí y ahora con mucho más razón pues somos propietarios…y con esta recuperación del barrio, un barrio tan lindo, tan emblemático, estamos muy contentos los moradores”, expresa Don Mafla.
“Yo he conocido a mucha gente. Desgraciadamente se han ido desde hace unos treinta años. Por ejemplo la familia Isch, el compositor Carlos Guerra, la familia Nardi. Un hermano de ellos es escultor. Al frente la familia Arroba, aquí al lado la familia Dávila. Todos ellos eran auténticos moradores del barrio. Ahora estamos la nueva generación. De los antiguos vecinos hay muy poquitas personas que aún están aquí, por ejemplo Don Alfredito Salazar, que ya pasa de los 95 años”. Le pido que me comente qué es lo que más recuerda del barrio. “Hace 30 años era muy bueno el barrio, había mucho movimiento. Nos reuníamos los amigos, hacíamos serenatas, decíamos piropos bonitos. Es grato recordar esos tiempos. Había el tradicional pan de agua de la familia Suasnavas aquí abajito. La gente conocía y venía hasta la tarde a comprar. Había las velas, pero como el barrio se degeneró se fueron. Ahora han regresado aunque ya no es el mismo señor. Es una artesanía muy bonita de la velas. En tiempo de inocentes se reunían las familias y vecinos y también en Carnaval, era tranquilo todo”.
Le pregunto qué es lo que más le enamoró del barrio. “En sí, la calle misma”, me dice, “la calle estrechita que es muy bonita, siempre la han pintado en postales y pinturas grandes y debe andar por todo el mundo esta callecita de La Ronda”.
Recuerda que nació en Carchi pero de muy joven vino a Quito, primero a La Tola y luego a La Ronda, de donde nunca más salió. Don Mafla está orgulloso de su oficio de sastre, de su clientela fija que se alejó un poco durante la época en que esta calle histórica se vio asediada por la delincuencia.
Durante los años ochenta empezó la crisis para el barrio, los turistas eran asaltados, algunos vecinos, en ocasiones, los defendían pero no siempre se podía frenar los atracos. “Tratábamos de organizarnos, de hacer vigilancia nocturna, de proteger al barrio”. Le pregunto si sabe de leyendas o personajes propios del lugar, si conoce de historias de amor especiales. Responde que los vecinos le comentaban del Sr. Sandoval, a quien se le conocía como el Taita Pendejadas “Él compraba cositas viejas y luego las vendía. Dicen que era un personaje alto a quien se le murió la señora y se volvió medio loquito, yo no llegué a conocerle”. “Aquí me casé, conseguí a mi señora con serenatas. Y aquí estamos con mi hogar y dos hijos”. Su hijo es cordial y atiende con educación y sencillez el nuevo negocio familiar donde destacan aquellas enormes empanadas de viento.
Pequeños trazos de la vida política de Quito también pasan por nosotros. Alguna gente salía a las bullas y protestaba. Recuerda ue una vez el candidato Alvaro Pérez visitó La Ronda. “Abajo le hicieron una tarima y se derrumbó, menos mal que no era muy alta. Rodaron en La Ronda, ja, ja, ja”.
Pido más recuerdos. Entre ellos narra una pequeña aventura de los guambras del sector:
“Aquí, en la Guayaquil, hay una casita que llamamos del Hueco, una entrada para el sótano, socavones o túneles. Los muchachos traviesos se habían entrado y ellos calculan que habían avanzado hasta la esquina. Allí encontraron ropa militar deteriorada, unos proyectiles, fusiles, sables. Las casitas antiguas tienen muchas historias”.
Mientras escucho esa fascinante narración quisiera indagar de qué época y quienes fueron los protagonistas. Viene a mi memoria la fantástica vida política de Quito. Mi papá me ha comentado de la guerra de los cuatro días. ¿Serán de esa época, serán de la revolución alfarista, de cuándo serán? Cuánto de historia milenaria tiene esta ciudad, cuánto de hermosas leyendas y fantasías, cuánta oralidad.
Don Mafla se despide amablemente. Hay más vecinos que, de seguro, guardan un arcón de historias. El señor zapatero, el señor que daba masajes y ahora hace con su familia aromáticos canelazos. El Sr. de la tienda. Las mujeres que guardarán infinidad de vivencias y memorias. En mi recorrido por La Ronda romántica leo las informaciones en hermosas carteleras de los personajes destacados del barrio. Sin ellas no se entendería ni valoraría el trabajo de recuperación histórica. Recuerdo a mi padre y madre con su guitarra y sus voces, cantando desde que éramos niños Negra Mala, Guitarra Vieja, Esta Pena Mía y tantas melodías nuestras.
Los que amamos Quito estamos hechos de esta fibra y ahora sabemos que esa floración poética y musical tuvo su nidito en la Ronda.
Intensos poetas, amadores de balcones y murcielagarios, músicos de serenatas conocedores de los pasos de piedra, atentos seguidores de la historia, el amor y la política. Hugo Alemán, Carlos Guerra. Hugo Moncayo y otros nos dejaron este patrimonio palpitante.
Más allá de la monumental vista hacia el Panecillo, hacia el antiguo hospital San Juan de Dios, la recuperada avenida 24 de mayo y varios puntos del Centro Histórico. Más allá de la hermosura de su caprichosa forma, de su vernácula arquitectura colonial, hay en La Ronda otra majestuosidad: la de su historia, la de sus intelectuales, la de su gente común, la de sus jilgueros y chullas quiteños.
De ellos es La Ronda y también de los vecinos sencillos que pisaron su hermoso empedrado y habitaron sus casas centenarias mientras le daban vida y cariño al barrio forjando su existencia y sus sueños.
Articulo Pablo Cuvi
Colada morada y guaguas de pan, la esencia de los finados
Por Pablo Cuvi
Entre las comidas rituales ninguna más importante, y misteriosa, que aquella que tiene que ver con los difuntos. En nuestro país la costumbre de comer con los muertos cercanos, que siguen practicando los indígenas, hunde sus raíces en tiempos precolombinos. Cuenta el padre Juan de Velasco en su Historia que en las celebraciones del Ayamarca (aya significa muerto en lengua quichua) que tenían lugar hacia octubre, los incas conmemoraban a los antepasados de cada ayllu con música funesta y triste, relatando sobre los sepulcros sus hazañas. Sin embargo, no han quedado registros de que hubieran preparado para la ocasión la colada o mazamorra morada. Y tampoco se ha encontrado testimonios escritos del tiempo de la Colonia que hagan referencia a la elaboración de las guaguas de pan. Ello deja el campo libre a la especulación, que, en tratándose de nuestro temeroso comercio con el más allá, no tiene desperdicio.
Por este camino se ha querido ver, en el consumo ritual de la colada y las guaguas, la reminiscencia de la carne y la sangre de los sacrificios aborígenes, una suerte de comunión con el cuerpo de las víctimas que eran ofrendadas a los dioses ancestrales. De allí a relacionarlo con el sacrificio de la misa católica no hay más que un paso, considerando que la colada tiene el color del vino y la harina de trigo es la materia terrenal de las hostias y las guaguas de pan. De las guaguas sí, pero también de otras figuras que era común elaborar hasta no hace mucho para el Día de los Muertos: soldados, palomas, caballos, rosas, llamingos, y que en el pueblo de Calderón, al norte de Quito, gracias a la técnica artesanal, terminaron convirtiéndose en coloridos y simpáticos adornos para las casas de los vivos.
También se ha visto a estos panes como regalos para los angelitos o niños muertos. En México, un país tan inclinado a festejar a la Calaca o calavera, tal es el sentido de las ofrendas del primero de noviembre. Y acá, en Ambato, se sigue realizando la Feria de Finados o Navidad chiquita, donde proliferaban hasta la generación pasada los juguetitos artesanales que se regalaba a los niños. Para no cambiar de sitio, en el mismo Ambato, el 2 de noviembre de 1934, el investigador Darío Guevara observó lo siguiente: “Indias vestidas de luto ofrecían a las almas de sus muertos todo lo que éstos gustaban de comer y beber en vida. Allí el pan de finados, rociado de vino con rama de romero. Allí la colada morada, que simboliza el luto de los vivos y la sangre de los paganos sacrificios. Allí la chicha rubia que los incas ofrecían al Sol y a los demás espíritus sedientos. Allí los cuyes asados, las papas cocidas y una dorada salsa encima”.
Algo semejante se puede observar en ciertos cementerios ubicados a lo largo de la Sierra hasta la provincia de Chimborazo. Pero las costumbres cambian al llegar al Austro formado por Cañar y Azuay, donde las guaguas de pan –y otras de azúcar como las mexicanas—no se preparan para Difuntos sino para el Jueves de Comadres, una semana antes de Carnaval. Otras figuras de masa de trigo asoman en el Pase del Niño, pero tampoco consumen la colada morada.
Los elementos básicos, el maíz y el trigo, apuntan al mestizaje cultural que se dio en todos los niveles, y donde el maíz americano siguió ocupando un lugar principalísimo. En efecto, la forma tradicional y simple de preparar la colada empieza con el maíz morado molido y lavado con el agua de la misma tusa, que se deja fermentar unos tres días. Luego se cierne el maíz y se lo cocina en el agua de olores, en la que antes ha hervido especierías aromáticas. Con más detalle, como anotaba en mi libro de cocina, se hierve cedrón, hierba luisa, manzanilla y hojas de naranja, y se añade el maíz negro molido con un poco de maicena. Luego vienen el jugo de mora, de mortiño, de piña y naranjilla (¡cuántos ácidos!) y se deja espesar. Siguen las especerías: el ishpingo, la canela, clavo y pimienta de olor. Por si esto fuera poco, cabe agregar almíbar de babaco, frutilla y piña. En otras palabras, la colada de los muertos es una auténtica fiesta de los aromas más vivos y fragantes, aunque las abuelas recomendaban cocinar lentamente y por separado las frutas y especias que serán convidadas a la olla.
Demás está decir que este laborioso plato demanda escoger cuidadosamente en el mercado los ingredientes. Porque las guaguas hechas como Dios manda tienen también secretos y complicaciones. Antes de que aparecieran en los supermercados esas toscas figuras elaboradas en serie, el acto de amasar e ir dando forma y colores y añadiendo adornos a soldados y llamingos y niñas envueltas era un suceso que convocaba a grandes y chicos, vecinos y parientes, y en ese proceso se cargaban de sentido y de sabor: otra cosa es comer un pan amasado por tus propias manos y en familia. El ritual de una comida festiva empieza desde su preparación, desde que se calienta el horno de ladrillo con buena leña y hojas secas de eucalipto, y el aire se va cargando de ese aroma cálido del pan recién horneado. Y luego las cabezas de las guaguas (algo nos queda también de caníbales) será hundida en el tazón lleno de la colada, donde flotan trocitos de piña y babaco, y la figura será decapitada por nuestros dientes golosos porque mientras el corazón honra a los difuntos, el estómago se guía por aquel adagio que reza “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”. Saltando el charco, bollos o panecillos de distinta factura es lo que se brinda en ciertas regiones de España en este día, pues a pesar de la globalización queda en Finados un regusto de ese catolicismo español, fúnebre y temible, aunque todo se mezcle y confunda y la Coca Cola vaya desplazando a la colada morada hasta en el “menú” que los indígenas despliegan en los cementerios serranos, cuando acuden a comer con sus muertos queridos, quizás porque éstos también fueron seducidos en este valle de lágrimas por “la chispa de la vida”. Ni modo.
Por Pablo Cuvi
Entre las comidas rituales ninguna más importante, y misteriosa, que aquella que tiene que ver con los difuntos. En nuestro país la costumbre de comer con los muertos cercanos, que siguen practicando los indígenas, hunde sus raíces en tiempos precolombinos. Cuenta el padre Juan de Velasco en su Historia que en las celebraciones del Ayamarca (aya significa muerto en lengua quichua) que tenían lugar hacia octubre, los incas conmemoraban a los antepasados de cada ayllu con música funesta y triste, relatando sobre los sepulcros sus hazañas. Sin embargo, no han quedado registros de que hubieran preparado para la ocasión la colada o mazamorra morada. Y tampoco se ha encontrado testimonios escritos del tiempo de la Colonia que hagan referencia a la elaboración de las guaguas de pan. Ello deja el campo libre a la especulación, que, en tratándose de nuestro temeroso comercio con el más allá, no tiene desperdicio.
Por este camino se ha querido ver, en el consumo ritual de la colada y las guaguas, la reminiscencia de la carne y la sangre de los sacrificios aborígenes, una suerte de comunión con el cuerpo de las víctimas que eran ofrendadas a los dioses ancestrales. De allí a relacionarlo con el sacrificio de la misa católica no hay más que un paso, considerando que la colada tiene el color del vino y la harina de trigo es la materia terrenal de las hostias y las guaguas de pan. De las guaguas sí, pero también de otras figuras que era común elaborar hasta no hace mucho para el Día de los Muertos: soldados, palomas, caballos, rosas, llamingos, y que en el pueblo de Calderón, al norte de Quito, gracias a la técnica artesanal, terminaron convirtiéndose en coloridos y simpáticos adornos para las casas de los vivos.
También se ha visto a estos panes como regalos para los angelitos o niños muertos. En México, un país tan inclinado a festejar a la Calaca o calavera, tal es el sentido de las ofrendas del primero de noviembre. Y acá, en Ambato, se sigue realizando la Feria de Finados o Navidad chiquita, donde proliferaban hasta la generación pasada los juguetitos artesanales que se regalaba a los niños. Para no cambiar de sitio, en el mismo Ambato, el 2 de noviembre de 1934, el investigador Darío Guevara observó lo siguiente: “Indias vestidas de luto ofrecían a las almas de sus muertos todo lo que éstos gustaban de comer y beber en vida. Allí el pan de finados, rociado de vino con rama de romero. Allí la colada morada, que simboliza el luto de los vivos y la sangre de los paganos sacrificios. Allí la chicha rubia que los incas ofrecían al Sol y a los demás espíritus sedientos. Allí los cuyes asados, las papas cocidas y una dorada salsa encima”.
Algo semejante se puede observar en ciertos cementerios ubicados a lo largo de la Sierra hasta la provincia de Chimborazo. Pero las costumbres cambian al llegar al Austro formado por Cañar y Azuay, donde las guaguas de pan –y otras de azúcar como las mexicanas—no se preparan para Difuntos sino para el Jueves de Comadres, una semana antes de Carnaval. Otras figuras de masa de trigo asoman en el Pase del Niño, pero tampoco consumen la colada morada.
Los elementos básicos, el maíz y el trigo, apuntan al mestizaje cultural que se dio en todos los niveles, y donde el maíz americano siguió ocupando un lugar principalísimo. En efecto, la forma tradicional y simple de preparar la colada empieza con el maíz morado molido y lavado con el agua de la misma tusa, que se deja fermentar unos tres días. Luego se cierne el maíz y se lo cocina en el agua de olores, en la que antes ha hervido especierías aromáticas. Con más detalle, como anotaba en mi libro de cocina, se hierve cedrón, hierba luisa, manzanilla y hojas de naranja, y se añade el maíz negro molido con un poco de maicena. Luego vienen el jugo de mora, de mortiño, de piña y naranjilla (¡cuántos ácidos!) y se deja espesar. Siguen las especerías: el ishpingo, la canela, clavo y pimienta de olor. Por si esto fuera poco, cabe agregar almíbar de babaco, frutilla y piña. En otras palabras, la colada de los muertos es una auténtica fiesta de los aromas más vivos y fragantes, aunque las abuelas recomendaban cocinar lentamente y por separado las frutas y especias que serán convidadas a la olla.
Demás está decir que este laborioso plato demanda escoger cuidadosamente en el mercado los ingredientes. Porque las guaguas hechas como Dios manda tienen también secretos y complicaciones. Antes de que aparecieran en los supermercados esas toscas figuras elaboradas en serie, el acto de amasar e ir dando forma y colores y añadiendo adornos a soldados y llamingos y niñas envueltas era un suceso que convocaba a grandes y chicos, vecinos y parientes, y en ese proceso se cargaban de sentido y de sabor: otra cosa es comer un pan amasado por tus propias manos y en familia. El ritual de una comida festiva empieza desde su preparación, desde que se calienta el horno de ladrillo con buena leña y hojas secas de eucalipto, y el aire se va cargando de ese aroma cálido del pan recién horneado. Y luego las cabezas de las guaguas (algo nos queda también de caníbales) será hundida en el tazón lleno de la colada, donde flotan trocitos de piña y babaco, y la figura será decapitada por nuestros dientes golosos porque mientras el corazón honra a los difuntos, el estómago se guía por aquel adagio que reza “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”. Saltando el charco, bollos o panecillos de distinta factura es lo que se brinda en ciertas regiones de España en este día, pues a pesar de la globalización queda en Finados un regusto de ese catolicismo español, fúnebre y temible, aunque todo se mezcle y confunda y la Coca Cola vaya desplazando a la colada morada hasta en el “menú” que los indígenas despliegan en los cementerios serranos, cuando acuden a comer con sus muertos queridos, quizás porque éstos también fueron seducidos en este valle de lágrimas por “la chispa de la vida”. Ni modo.
Artículo Alfonso Ortiz
LA RONDA, EL RONDA Y EL RONDADOR
Alfonso Ortiz Crespo
Hasta inicios del siglo XVIII, el límite sur de la ciudad de Quito fue la gran quebrada de Ulluguangayacu, conocida por los españoles como de los Gallinazos, pues al ser este gran barranco uno de los lugares donde habitualmente se arrojaba la basura de la ciudad, estas aves carroñeras debieron estar frecuentemente sobrevolando para aprovechar los desperdicios y limpiar el lugar.
En el borde norte de la quebrada se generó en los primeros años del siglo XVII, un camino que seguía el irregular recorrido de la hondonada y que con el paso del tiempo se le conocerá con el singular nombre de calle de la Ronda.
¿Cuál es el origen del nombre? Podemos plantear varias hipótesis, sin embargo, los más probable es que sea el empleo de un término venido de la España medieval, pues camino de ronda se llamaba a la vía interior al pie de las murallas, que se dejaba libre en las ciudades fortificadas, para la movilización de los soldados y por la que regularmente patrullaba un piquete, para seguridad de los vecinos. Siendo nuestra calle la postrera de Quito por este lado, junto al gran foso natural, se la llamó de esta manera.
Por esto, con el mismo sentido de vigilar, apareció el término rondar y de ahí a llamarle ronda o rondín al vigilante, y rondador al silbato que utilizaban. Pero esta figura para el mantenimiento del orden en Quito fue tardía y solamente creada por el Presidente Carondelet a inicios del siglo XIX, cuando los propietarios de tiendas solicitaron el 30 de octubre de 1802 a la Junta General de Comercio que tomara medidas urgentes para prevenir los robos[1].
Entre las normas de vigilancia propuestas […] figuraban algunas interesantes, como las siguientes: que desde las seis de la noche saldrían seis mozos […] para repartirse por las calles y examinar los candados por si estuviesen mal echados con llave, sin ningún costo para el dueño; que una vez oscurecido, puestos los faroles cada media cuadra, cada rondín revisaría su cuadra cada media hora, armado de lanza, haciendo que se cerrasen las puertas de la calle (y revisando su interior) para que no se ocultara nadie; que los rondines se avisarían cada cuarto de hora con un pito y se cambiaran cada hora de cuadra; que se preguntaría a cada persona que transitara por las calles de comercio por qué iba por allí y siendo sospechosa se avisaría con el pito a otros rondines y se le arrestaría, etc.[2]
RONDÍN, CUIDADOR DE LOS ALMACENES
ÁLBUM DE ACUARELAS DE LA BIBLIOTECA NACIONAL DE MADRID
Por su parte, el historiador Carlos Manuel Larrea, en su biografía del Barón de Carondelet asegura que el origen del nombre rondador, dado al instrumento que los europeos llamaban flauta de Pan, se debe a su uso por los rondas. Él dice:
Los ladrones y maleantes, a fin de desorientar a los serenos que hacían la ronda, pitaban en un lugar y luego se escondían, dejando libre de vigilancia, siquiera por breve tiempo, el barrio que habían elegido para sus fechorías.
Para desvirtuar la táctica o ardid de los malhechores, Carondelet ordenó cambiar los pitos de los serenos por la flauta de Pan, instrumento en el que los que hacían la ronda modulaban un acorde convenido para cada noche. De allí viene el nombre de rondador dado a la flauta de Pan, instrumento musical usado por los aborígenes prehistóricos de las provincias de Manabí y de Esmeraldas, desde siglos antes de nuestra Era[3].
Como se dijo, el recorrido de la calle de la Ronda, acompaña a la antigua quebrada de los Gallinazos, llamada desde mediados del siglo XVII quebrada de Jerusalén. Su nombre cambió a raíz del encuentro en su borde de varias hostias regadas por el suelo, junto al sagrario robado la noche del 19 de enero de 1649 en la cercana iglesia del monasterio de Santa Clara. Descubiertos los autores del robo sacrílego varios meses después, fueron condenados a la horca y sus cuerpos arrastrados y descuartizados.
Poco tiempo después, a instancias del Obispo Agustín de Ugarte y Saravia, levantó la fe del pueblo quiteño en el mismo sitio del hallazgo, una humilde capilla llamada oficialmente de Jerusalén, pero que se la conoce desde entonces con el nombre de capilla del Robo. La precaria construcción debió reedificarse muchas veces a lo largo de los siglos.
LA CAPILLA DEL ROBO, JUNTO A LA QUEBRADA DE JERUSALÉN
EN UNA FOTOGRAFÍA DE FINALES DEL SIGLO XIX
En la Ronda, se diferencian claramente dos tramos divididos por la actual calle Guayaquil: el del sector Este, que describe una amplia curva hasta pasar por debajo de la calle Maldonado a través del llamado “Puente y Túnel de la Paz” edificado en el año 1864, y el del lado Oeste, desde la Guayaquil hasta empalmar con la Av. 24 de Mayo, pasando por debajo de la calle Venezuela en el denominado “Puente Nuevo”, construido en el año 1909 en la presidencia del general Eloy Alfaro.
DETALLE DEL PLANO DE JORGE JUAN Y ANTONIO DE ULLOA DE 1748,
EN EL QUE SE VE LA CALLE DE LA RONDA
La antigua calle del Mesón, actual Pedro Vicente Maldonado, fue mejorada entre 1862 y 1875, como parte inicial de la carretera al sur, obra del gobierno de García Moreno. Para salvar la quebrada de Jerusalén se reemplazó al añoso puente de los Gallinazos con el llamado Puente y Túnel de la Paz, con diseño y construcción del arquitecto inglés Thomas Reed. La obra, de recia mampostería de piedra, permite la circulación por la calle de la Ronda, a través de un túnel transversal que corre bajo la calzada del puente.
EL PUENTE Y TÚNEL DE LA PAZ HACIA 1870
FOTO DE AUTOR DESCONOCIDO
ARCHIVO HISTÓRICO DEL BANCO CENTRAL DEL ECUADOR
La Ronda se convirtió en el siglo XX en el prototipo de la calle colonial. La estrechez de la calzada, su irregular trazado y las tradicionales casas de patio, con balcones y aleros y una que otra con paredes panzudas, brindan a la calle una imagen romántica, que recuerda a algunas calles típicas de Andalucía. A su trazado se suma la fuerte pendiente de los lotes, pues se ubica en el declive de la plataforma superior de Quito que desciende desde la plaza de Santo Domingo a la antigua quebrada de Jerusalén, ahora canalizada e irreconocible.
LA CALLE DE LA RONDA
La calle continuaba por el Oeste, siguiendo el borde Norte de la quebrada, hasta la actual calle Imbabura, llamándose a mediados del siglo XIX el sector más alto Paseo del Robo. Ya para la segunda mitad del mismo siglo a la Ronda se le bautizará oficialmente como Juan de Dios Morales, prócer de la independencia, quien fuera secretario del Presidente Carondelet.
La avenida 24 de Mayo, aparecerá a partir del relleno de la quebrada de Jerusalén, iniciado por Francisco Andrade Marín a finales del siglo XIX. Más adelante, la Junta del Centenario de la Batalla del Pichincha, organismo expresamente conformado por el Congreso para celebrar este hecho histórico, resolvió realizar varias obras de mejoramiento urbano, entre ellas la canalización de aguas servidas y la novedosa pavimentación asfáltica de algunas calles de la ciudad, siendo uno de sus mayores proyectos el Bulevard 24 de Mayo, inaugurado el 25 de mayo de 1922. Esta vía se convertiría en ese entonces en la más ancha y moderna de la ciudad.
Se desarrollaba entre las calles Venezuela e Imbabura, como un paseo con tres vías separadas por anchos parterres arbolados. A la altura de la capilla del Robo, se levantó una columna coronada por un cóndor con las alas desplegadas, en honor a los Héroes Ignotos, diseñada por el arquitecto italiano Francisco Durini. En sus primeros lustros la 24 de Mayo se volvió uno de los lugares más frecuentados de la ciudad, abriéndose, entre otros locales, dos salas de cine en sus costados. Más tarde se ubicaron en ella varias actividades populares, entre otras, un mercado de utensilios de cocina y vajillas, un mercado de flores y una feria de muebles. Pero el proceso de abandono de los habitantes tradicionales de la ciudad vieja, en la segunda mitad del siglo XX, para trasladarse a áreas de desarrollo moderno, conllevó el deterioro de la avenida, la que se convirtió paulatinamente en zona roja e insegura.
A mediados de la década de 1980 se inició la ejecución de una vía transversal por debajo de la 24 de Mayo, para unir las avenidas Occidental y Oriental. El viaducto se trazó en el mismo lecho de la antigua quebrada, por lo que fue necesario destruir la avenida, llegar al fondo y construir una nueva alcantarilla y, sobre ella, dos vías superpuestas, cada una para una dirección de circulación vehicular. Al ejecutarse la obra muy lentamente, se produjo la degradación y abandono del sector, creciendo la inseguridad.
La obra se culminó en la administración municipal de 1988 a 1992 y sobre la gran losa de cierre del viaducto se diseñó un nuevo espacio, tomando en cuenta la relación de los monumentos de primer orden del sector, como el Museo de la Ciudad, los monasterios del Carmen Alto y de Santa Clara y el hospicio San Lázaro; monumentos menores como la capilla del Robo o la columna a los Héroes Ignotos; edificios de interés para el desarrollo de proyectos múltiples o de vivienda, como la Casa de los Siete Patios, la antigua Cervecería Victoria, etc. La administración municipal actual intervino en la zona, eliminando las cachinerías o casetas de comercio de artículos robados y rediseñando la avenida para volver a la imagen arbolada y ajardinada del antiguo “boulevard” e instalando el monumento del Dr. Eugenio Espejo, tras el antiguo hospital San Juan de Dios.
[1] Manuel Lucena Samoral, “La ciudad de Quito hacia mil ochocientos”, en Separatas del Tomo LI, nº 1 del Anuario de Estudios Americanos, Sevilla, E.E.H.A, 1994, pp. 156-157
[2] Ibíd., nota al pie, p. 157. La información referida viene del Archivo Nacional de Historia del Ecuador (ANHE), Gobierno, 1802-1804.
[3] Larrea, Carlos Manuel, El Barón de Carondelet, XXIX Presidente de la Real Audiencia de Quito, Corporación de Estudios y Publicaciones, Quito, 1969, p. 207-8.
Alfonso Ortiz Crespo
Hasta inicios del siglo XVIII, el límite sur de la ciudad de Quito fue la gran quebrada de Ulluguangayacu, conocida por los españoles como de los Gallinazos, pues al ser este gran barranco uno de los lugares donde habitualmente se arrojaba la basura de la ciudad, estas aves carroñeras debieron estar frecuentemente sobrevolando para aprovechar los desperdicios y limpiar el lugar.
En el borde norte de la quebrada se generó en los primeros años del siglo XVII, un camino que seguía el irregular recorrido de la hondonada y que con el paso del tiempo se le conocerá con el singular nombre de calle de la Ronda.
¿Cuál es el origen del nombre? Podemos plantear varias hipótesis, sin embargo, los más probable es que sea el empleo de un término venido de la España medieval, pues camino de ronda se llamaba a la vía interior al pie de las murallas, que se dejaba libre en las ciudades fortificadas, para la movilización de los soldados y por la que regularmente patrullaba un piquete, para seguridad de los vecinos. Siendo nuestra calle la postrera de Quito por este lado, junto al gran foso natural, se la llamó de esta manera.
Por esto, con el mismo sentido de vigilar, apareció el término rondar y de ahí a llamarle ronda o rondín al vigilante, y rondador al silbato que utilizaban. Pero esta figura para el mantenimiento del orden en Quito fue tardía y solamente creada por el Presidente Carondelet a inicios del siglo XIX, cuando los propietarios de tiendas solicitaron el 30 de octubre de 1802 a la Junta General de Comercio que tomara medidas urgentes para prevenir los robos[1].
Entre las normas de vigilancia propuestas […] figuraban algunas interesantes, como las siguientes: que desde las seis de la noche saldrían seis mozos […] para repartirse por las calles y examinar los candados por si estuviesen mal echados con llave, sin ningún costo para el dueño; que una vez oscurecido, puestos los faroles cada media cuadra, cada rondín revisaría su cuadra cada media hora, armado de lanza, haciendo que se cerrasen las puertas de la calle (y revisando su interior) para que no se ocultara nadie; que los rondines se avisarían cada cuarto de hora con un pito y se cambiaran cada hora de cuadra; que se preguntaría a cada persona que transitara por las calles de comercio por qué iba por allí y siendo sospechosa se avisaría con el pito a otros rondines y se le arrestaría, etc.[2]
RONDÍN, CUIDADOR DE LOS ALMACENES
ÁLBUM DE ACUARELAS DE LA BIBLIOTECA NACIONAL DE MADRID
Por su parte, el historiador Carlos Manuel Larrea, en su biografía del Barón de Carondelet asegura que el origen del nombre rondador, dado al instrumento que los europeos llamaban flauta de Pan, se debe a su uso por los rondas. Él dice:
Los ladrones y maleantes, a fin de desorientar a los serenos que hacían la ronda, pitaban en un lugar y luego se escondían, dejando libre de vigilancia, siquiera por breve tiempo, el barrio que habían elegido para sus fechorías.
Para desvirtuar la táctica o ardid de los malhechores, Carondelet ordenó cambiar los pitos de los serenos por la flauta de Pan, instrumento en el que los que hacían la ronda modulaban un acorde convenido para cada noche. De allí viene el nombre de rondador dado a la flauta de Pan, instrumento musical usado por los aborígenes prehistóricos de las provincias de Manabí y de Esmeraldas, desde siglos antes de nuestra Era[3].
Como se dijo, el recorrido de la calle de la Ronda, acompaña a la antigua quebrada de los Gallinazos, llamada desde mediados del siglo XVII quebrada de Jerusalén. Su nombre cambió a raíz del encuentro en su borde de varias hostias regadas por el suelo, junto al sagrario robado la noche del 19 de enero de 1649 en la cercana iglesia del monasterio de Santa Clara. Descubiertos los autores del robo sacrílego varios meses después, fueron condenados a la horca y sus cuerpos arrastrados y descuartizados.
Poco tiempo después, a instancias del Obispo Agustín de Ugarte y Saravia, levantó la fe del pueblo quiteño en el mismo sitio del hallazgo, una humilde capilla llamada oficialmente de Jerusalén, pero que se la conoce desde entonces con el nombre de capilla del Robo. La precaria construcción debió reedificarse muchas veces a lo largo de los siglos.
LA CAPILLA DEL ROBO, JUNTO A LA QUEBRADA DE JERUSALÉN
EN UNA FOTOGRAFÍA DE FINALES DEL SIGLO XIX
En la Ronda, se diferencian claramente dos tramos divididos por la actual calle Guayaquil: el del sector Este, que describe una amplia curva hasta pasar por debajo de la calle Maldonado a través del llamado “Puente y Túnel de la Paz” edificado en el año 1864, y el del lado Oeste, desde la Guayaquil hasta empalmar con la Av. 24 de Mayo, pasando por debajo de la calle Venezuela en el denominado “Puente Nuevo”, construido en el año 1909 en la presidencia del general Eloy Alfaro.
DETALLE DEL PLANO DE JORGE JUAN Y ANTONIO DE ULLOA DE 1748,
EN EL QUE SE VE LA CALLE DE LA RONDA
La antigua calle del Mesón, actual Pedro Vicente Maldonado, fue mejorada entre 1862 y 1875, como parte inicial de la carretera al sur, obra del gobierno de García Moreno. Para salvar la quebrada de Jerusalén se reemplazó al añoso puente de los Gallinazos con el llamado Puente y Túnel de la Paz, con diseño y construcción del arquitecto inglés Thomas Reed. La obra, de recia mampostería de piedra, permite la circulación por la calle de la Ronda, a través de un túnel transversal que corre bajo la calzada del puente.
EL PUENTE Y TÚNEL DE LA PAZ HACIA 1870
FOTO DE AUTOR DESCONOCIDO
ARCHIVO HISTÓRICO DEL BANCO CENTRAL DEL ECUADOR
La Ronda se convirtió en el siglo XX en el prototipo de la calle colonial. La estrechez de la calzada, su irregular trazado y las tradicionales casas de patio, con balcones y aleros y una que otra con paredes panzudas, brindan a la calle una imagen romántica, que recuerda a algunas calles típicas de Andalucía. A su trazado se suma la fuerte pendiente de los lotes, pues se ubica en el declive de la plataforma superior de Quito que desciende desde la plaza de Santo Domingo a la antigua quebrada de Jerusalén, ahora canalizada e irreconocible.
LA CALLE DE LA RONDA
La calle continuaba por el Oeste, siguiendo el borde Norte de la quebrada, hasta la actual calle Imbabura, llamándose a mediados del siglo XIX el sector más alto Paseo del Robo. Ya para la segunda mitad del mismo siglo a la Ronda se le bautizará oficialmente como Juan de Dios Morales, prócer de la independencia, quien fuera secretario del Presidente Carondelet.
La avenida 24 de Mayo, aparecerá a partir del relleno de la quebrada de Jerusalén, iniciado por Francisco Andrade Marín a finales del siglo XIX. Más adelante, la Junta del Centenario de la Batalla del Pichincha, organismo expresamente conformado por el Congreso para celebrar este hecho histórico, resolvió realizar varias obras de mejoramiento urbano, entre ellas la canalización de aguas servidas y la novedosa pavimentación asfáltica de algunas calles de la ciudad, siendo uno de sus mayores proyectos el Bulevard 24 de Mayo, inaugurado el 25 de mayo de 1922. Esta vía se convertiría en ese entonces en la más ancha y moderna de la ciudad.
Se desarrollaba entre las calles Venezuela e Imbabura, como un paseo con tres vías separadas por anchos parterres arbolados. A la altura de la capilla del Robo, se levantó una columna coronada por un cóndor con las alas desplegadas, en honor a los Héroes Ignotos, diseñada por el arquitecto italiano Francisco Durini. En sus primeros lustros la 24 de Mayo se volvió uno de los lugares más frecuentados de la ciudad, abriéndose, entre otros locales, dos salas de cine en sus costados. Más tarde se ubicaron en ella varias actividades populares, entre otras, un mercado de utensilios de cocina y vajillas, un mercado de flores y una feria de muebles. Pero el proceso de abandono de los habitantes tradicionales de la ciudad vieja, en la segunda mitad del siglo XX, para trasladarse a áreas de desarrollo moderno, conllevó el deterioro de la avenida, la que se convirtió paulatinamente en zona roja e insegura.
A mediados de la década de 1980 se inició la ejecución de una vía transversal por debajo de la 24 de Mayo, para unir las avenidas Occidental y Oriental. El viaducto se trazó en el mismo lecho de la antigua quebrada, por lo que fue necesario destruir la avenida, llegar al fondo y construir una nueva alcantarilla y, sobre ella, dos vías superpuestas, cada una para una dirección de circulación vehicular. Al ejecutarse la obra muy lentamente, se produjo la degradación y abandono del sector, creciendo la inseguridad.
La obra se culminó en la administración municipal de 1988 a 1992 y sobre la gran losa de cierre del viaducto se diseñó un nuevo espacio, tomando en cuenta la relación de los monumentos de primer orden del sector, como el Museo de la Ciudad, los monasterios del Carmen Alto y de Santa Clara y el hospicio San Lázaro; monumentos menores como la capilla del Robo o la columna a los Héroes Ignotos; edificios de interés para el desarrollo de proyectos múltiples o de vivienda, como la Casa de los Siete Patios, la antigua Cervecería Victoria, etc. La administración municipal actual intervino en la zona, eliminando las cachinerías o casetas de comercio de artículos robados y rediseñando la avenida para volver a la imagen arbolada y ajardinada del antiguo “boulevard” e instalando el monumento del Dr. Eugenio Espejo, tras el antiguo hospital San Juan de Dios.
[1] Manuel Lucena Samoral, “La ciudad de Quito hacia mil ochocientos”, en Separatas del Tomo LI, nº 1 del Anuario de Estudios Americanos, Sevilla, E.E.H.A, 1994, pp. 156-157
[2] Ibíd., nota al pie, p. 157. La información referida viene del Archivo Nacional de Historia del Ecuador (ANHE), Gobierno, 1802-1804.
[3] Larrea, Carlos Manuel, El Barón de Carondelet, XXIX Presidente de la Real Audiencia de Quito, Corporación de Estudios y Publicaciones, Quito, 1969, p. 207-8.
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