martes, 13 de noviembre de 2007

Articulo de Sara Serrano

La identidad del rondeño
EL VECINO MÁS ANTIGUO Y OTRAS MEMORIAS
Por Sara Serrano Albuja

Desde niña vi a La Ronda pintada de todas las formas. Fotogénica, La Ronda fue y es una de las modelos preferidas por los artistas del pincel y la poesía, pero quizá tan solo ahora, gracias a su recuperación arquitectónica y cultural, puedo develar sus secretos y adentrarme como arqueóloga respetuosa en sus tesoros e historias.
Con sano orgullo quiteño recorro su callejuela angosta y curvilínea y descubro nuevamente ese exquisito perfil de la bohemia intelectual y creativa de Quito que marcó desde hace siglos el carácter de nuestra identidad y que asombró a visitantes como el científico y expedicionario Alexander Von Humboldt (1).
Quiero saber más sobre La Ronda. Saber, por ejemplo, cuáles son ahora los vecinos más antiguos del barrio; cuánto sienten a su calle los pobladores que han vivido en él durante dos, tres, cuatro y hasta cinco décadas o más.
Con casi 100 años a cuestas, Don Alfredo Salazar, el más antiguo vecino de La Ronda, en su casa 692 nos devela algo de su vida.
Inicia el diálogo con buena sal quiteña: “¿Cuántos años tiene?”, le pregunto. “Yo, recién nacido soy”, contesta y ríe. “Nuevito ha sido”, le digo y me sumo a su risa suave.
Con su voz pausada y casi centenaria, con retazos de su memoria, este antiguo vecino de La Ronda reconstruye pistas de su vida. Dice tener 101 años. “¡Cuánta memoria, cuántos recuerdos!” comento y me contesta picarón: “Cuántas mujeres, cuántos hombres...” .
“Mi tierra ha sido toda la vida Quito, prosigue. Mi vida ha sido, a veces, triste. Fui músico. Toqué como cuarenta años en la banda”. Menciona a la banda municipal y a la del Ejército. Recuerda que su papá le llevó a la fuerza a Guayaquil. “Allí fui empleado desde guagua, tendría unos seis años”. Después cuenta que regresó al Quito que extrañaba. “Entré de ordenanza al Ejército. Yo tocaba varios instrumentos porque salí medio hábil en la música”.
Cuenta que un oficial español le reclutó a él cuando tenía 13 años y a otros adolescentes para que se convritieran en ordenanzas, y fue ese mismo oficial quien le enseñó a ser músico. “También fui jinete del regimiento Yaguachi”, afirma.
Su hija menor, Lucy, que tiene una discapacidad para hablar pero goza de una enorme amabilidad y simpatía, corre solícita a uno de los cuartos y trae un álbum de fotografías para documentar la conversación. Observo en ese registro familiar un recorte con una imagen muy antigua del diario El Comercio: su padre Alfredo junto con otros músicos; otra con un grupo de espectadores junto al expresidente José María Velasco Ibarra y muchas otras fotos familiares que incitan la memoria.
“Era guambra cuando vine a La Ronda”, recuerda Don Salazar. “Tuvo 18 hijos”, afirma Lucy pero él sonríe y le corrige bromeando: “28”. “No, 18”, aclara la hija.
Mientras sigo con Don Alfredo, quien a veces me repite apenado que “a esta edad las cosas se han sabido olvidar”, Lucy toma la iniciativa de hacer una llamada telefónica a su hermana mayor, a quien miro en blanco y negro entre tanto recuerdo fotográfico.
Angélica Salazar, con su voz cordial desde el teléfono, me enseña otras piezas que ayudan a reconstruir la historia familiar del vecino más antiguo de la Ronda. “Mi madre, Sara María Herrera, quiso que compráramos esta casa”, revela.
Angélica recuerda cómo su progenitora se enamoró de los faroles y las macetas con geranios que adornaban algunas casas de la Ronda. “Se la compramos al ingeniero Suárez, quien participó en la construcción del Hospital Militar nuevo. A mi mamá le gustaba mucho esta casa”. Desde el auricular color hueso colgado en la pared, Angélica, de 75 años y que vive en La Granja, describe el ambiente pacífico, las fiestas y otros recuerdos de su calle. “Hace unos treinta años había muchos artistas a diversas horas del día pintando la calle, era muy hermoso, se hacían concursos de pintura. Las casas estaban llenas de familias. Los vecinos nos conocíamos todos y era una vida tranquila. Éramos amables, saludábamos. No había delincuencia”. Le pregunto cuándo cambió todo ello y me contesta con absoluta certeza: “Se dañó desde que hicieron el terminal terrestre del Cumandá y las cachinerías de la 24 de mayo”.
Llegaban delincuentes de otras partes y empezó a dañarse el barrio. Por eso los vecinos, ya hace algunos años, hemos ido saliendo de a poco. Pero hoy, cuando vuelvo a visitar a mi padre, pienso: ¡Qué maravilla, qué linda está la Ronda! Y me da hasta pena de que esta casa se venda…”.
Hay miembros de la familia Salazar viviendo en otros barrios de Quito: en Chillogallo, en La Carolina y hasta en los Estados Unidos. “Mi padre era muy independiente. Hasta hace cuatro años se iba solito a visitar a mi hermana en Chillogallo y él dirigía al taxi, ahora ya no puede movilizarse, ya no sale, pero está lúcido. A veces se sube los años: tiene 98”, dice Angélica en tono risueño.
Don Alfredo Salazar, el más antiguo rondeño, dejará su amado barrio y se irá a otro cercano, colonial y hermoso: La Loma.
Lucy, quien vive en la modesta vivienda rondeña 692, recuerda que sus hermanas recibían románticos serenos. “Había unos muchachos que tocaban música y se reunían y cantaban en el barrio el día de las madres o de los cumpleaños. Ahora no hay muchas serenatas, se han perdido…”, dice un poquito melancólica y sonriente al repasar el álbum. Comenta que una pariente fue elegida reina alguna vez mientras muestra la fotografía antigua de una guapa chica en plena coronación. Una niña pequeñita, una joven, un señor y una anciana lavandera nos rodean en el pequeño y angosto corredor del tercer piso donde Don Alfredo, con su bata en tonos grises, sus guantes negros y sus ojos lúcidos y profundos, es el protagonista de esta historia un sábado a las 10 de la mañana.
La casa, un tanto fría y oscura por los zaguanes y gradas vetustas, se ha vuelto cálida y bullanguera con la presencia de una extraña que hace preguntas.
La amabilidad está presente en todos. Alguien saca un paraguas negro y nos protege del sol que pega justo sobre el corredor alto. La piedra de lavar, al centro del patio húmedo, y los muchos cuartitos me recuerdan las antiguas viviendas quiteñas de los barrios tradicionales. Esta casa no es una de las más vistosas de La Ronda, pero guarda la memoria del más antiguo morador del barrio y atesora historias de gente buena y trabajadora.
Mientras nos refrescamos con el generoso jugo de papaya que en una bandeja nos brinda la joven que minutos antes sostenía el paraguas Don Alfredo recuerda: “Donde más estuve fue en el Municipio. Mi vida ha sido organizar la música”. Le pregunto qué es lo que más ama de Quito: “Nací aquí y sea que me enamorara o no, debía vivir en Quito, aquí en la Ronda”, dice con tono reflexivo.
Don Edgar Patricio Castro, vecino de la casa, se acerca curioso y participativo y exhorta pidiendo que los visitantes no ensucien La Ronda y que los vecinos barran el frente de sus casas. “Está muy mal que hasta se orinen. Debe haber más servicios higiénicos para estos visitantes y no deben votar basura. El Municipio debe hacer cumplir todas las ordenanzas. Esta calle, señorita, es milenaria. Antes de los incas ya existía y ahora es para nosotros un nervio central del turismo. Soy sanroqueño pero hace algún tiempo vine a la Ronda y quiero que se mantenga”. Pienso que como él todos debemos ser guardianes celosos de la hermosura de esta ciudad.
Quien me dio la pista de Don Alfredo Salazar fue otro vecino que vive cuatro décadas en el barrio: Don Miguel Mafla, reconocido sastre rondeño. Un hombre amable, maduro y de temperamento jovial. A sus recuerdos los deja en libre vuelo. Apellidos de las familias antiguas de la calle La Ronda son su primer archivo memorioso. Su casa es la 762. La está restaurando. En ella vivió como inquilino pero, al pasar del tiempo, la compró. El cartel de su puerta en el graderío de entrada menciona los geranios y ofrece algunas delicias: empanadas de viento grandototas y humeantes con chocolate caliente y café de chuspa. Estos bocados acompañan el espectáculo desde el mirador interno del segundo piso, donde se puede observar muy cerquita al Panecillo nocturno adornado con banderas gigantescas de Quito y Ecuador, hechas con cientos de luminarias en honor a la gesta libertaria quiteña del 10 de agosto, hace casi doscientos años. Toda La Ronda respira música, turismo, cultura y un no sé qué de quiteñidad.
“Vivo aquí unos 40 años. Mi rama es la sastrería y aún la ejerzo. Ha sido grato no moverme de aquí y ahora con mucho más razón pues somos propietarios…y con esta recuperación del barrio, un barrio tan lindo, tan emblemático, estamos muy contentos los moradores”, expresa Don Mafla.
“Yo he conocido a mucha gente. Desgraciadamente se han ido desde hace unos treinta años. Por ejemplo la familia Isch, el compositor Carlos Guerra, la familia Nardi. Un hermano de ellos es escultor. Al frente la familia Arroba, aquí al lado la familia Dávila. Todos ellos eran auténticos moradores del barrio. Ahora estamos la nueva generación. De los antiguos vecinos hay muy poquitas personas que aún están aquí, por ejemplo Don Alfredito Salazar, que ya pasa de los 95 años”. Le pido que me comente qué es lo que más recuerda del barrio. “Hace 30 años era muy bueno el barrio, había mucho movimiento. Nos reuníamos los amigos, hacíamos serenatas, decíamos piropos bonitos. Es grato recordar esos tiempos. Había el tradicional pan de agua de la familia Suasnavas aquí abajito. La gente conocía y venía hasta la tarde a comprar. Había las velas, pero como el barrio se degeneró se fueron. Ahora han regresado aunque ya no es el mismo señor. Es una artesanía muy bonita de la velas. En tiempo de inocentes se reunían las familias y vecinos y también en Carnaval, era tranquilo todo”.
Le pregunto qué es lo que más le enamoró del barrio. “En sí, la calle misma”, me dice, “la calle estrechita que es muy bonita, siempre la han pintado en postales y pinturas grandes y debe andar por todo el mundo esta callecita de La Ronda”.
Recuerda que nació en Carchi pero de muy joven vino a Quito, primero a La Tola y luego a La Ronda, de donde nunca más salió. Don Mafla está orgulloso de su oficio de sastre, de su clientela fija que se alejó un poco durante la época en que esta calle histórica se vio asediada por la delincuencia.
Durante los años ochenta empezó la crisis para el barrio, los turistas eran asaltados, algunos vecinos, en ocasiones, los defendían pero no siempre se podía frenar los atracos. “Tratábamos de organizarnos, de hacer vigilancia nocturna, de proteger al barrio”. Le pregunto si sabe de leyendas o personajes propios del lugar, si conoce de historias de amor especiales. Responde que los vecinos le comentaban del Sr. Sandoval, a quien se le conocía como el Taita Pendejadas “Él compraba cositas viejas y luego las vendía. Dicen que era un personaje alto a quien se le murió la señora y se volvió medio loquito, yo no llegué a conocerle”. “Aquí me casé, conseguí a mi señora con serenatas. Y aquí estamos con mi hogar y dos hijos”. Su hijo es cordial y atiende con educación y sencillez el nuevo negocio familiar donde destacan aquellas enormes empanadas de viento.
Pequeños trazos de la vida política de Quito también pasan por nosotros. Alguna gente salía a las bullas y protestaba. Recuerda ue una vez el candidato Alvaro Pérez visitó La Ronda. “Abajo le hicieron una tarima y se derrumbó, menos mal que no era muy alta. Rodaron en La Ronda, ja, ja, ja”.
Pido más recuerdos. Entre ellos narra una pequeña aventura de los guambras del sector:
“Aquí, en la Guayaquil, hay una casita que llamamos del Hueco, una entrada para el sótano, socavones o túneles. Los muchachos traviesos se habían entrado y ellos calculan que habían avanzado hasta la esquina. Allí encontraron ropa militar deteriorada, unos proyectiles, fusiles, sables. Las casitas antiguas tienen muchas historias”.
Mientras escucho esa fascinante narración quisiera indagar de qué época y quienes fueron los protagonistas. Viene a mi memoria la fantástica vida política de Quito. Mi papá me ha comentado de la guerra de los cuatro días. ¿Serán de esa época, serán de la revolución alfarista, de cuándo serán? Cuánto de historia milenaria tiene esta ciudad, cuánto de hermosas leyendas y fantasías, cuánta oralidad.
Don Mafla se despide amablemente. Hay más vecinos que, de seguro, guardan un arcón de historias. El señor zapatero, el señor que daba masajes y ahora hace con su familia aromáticos canelazos. El Sr. de la tienda. Las mujeres que guardarán infinidad de vivencias y memorias. En mi recorrido por La Ronda romántica leo las informaciones en hermosas carteleras de los personajes destacados del barrio. Sin ellas no se entendería ni valoraría el trabajo de recuperación histórica. Recuerdo a mi padre y madre con su guitarra y sus voces, cantando desde que éramos niños Negra Mala, Guitarra Vieja, Esta Pena Mía y tantas melodías nuestras.
Los que amamos Quito estamos hechos de esta fibra y ahora sabemos que esa floración poética y musical tuvo su nidito en la Ronda.
Intensos poetas, amadores de balcones y murcielagarios, músicos de serenatas conocedores de los pasos de piedra, atentos seguidores de la historia, el amor y la política. Hugo Alemán, Carlos Guerra. Hugo Moncayo y otros nos dejaron este patrimonio palpitante.
Más allá de la monumental vista hacia el Panecillo, hacia el antiguo hospital San Juan de Dios, la recuperada avenida 24 de mayo y varios puntos del Centro Histórico. Más allá de la hermosura de su caprichosa forma, de su vernácula arquitectura colonial, hay en La Ronda otra majestuosidad: la de su historia, la de sus intelectuales, la de su gente común, la de sus jilgueros y chullas quiteños.
De ellos es La Ronda y también de los vecinos sencillos que pisaron su hermoso empedrado y habitaron sus casas centenarias mientras le daban vida y cariño al barrio forjando su existencia y sus sueños.

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