martes, 13 de noviembre de 2007

Articulo Isabel Guarderas

Quito, ciudad colonial de costumbres cordiales, de entretenimientos simples y joviales. Quito, ciudad de andariegos y serenatas, de celadores, bebedores y mojigatos, ciudad de Dios y ciudad de todos. Aquí, donde el trabajo honrado y paciente, da paso a oficios nobles y cuidadosos que han abastecido las más variadas necesidades de los quiteños.

En los barrios de la ciudad, desde la época de la colonia, era casi impensable la ausencia de un sastre, un panadero, una costurera o bordadora y hasta un distribuidor de licor ubicados en el perímetro de una manzana de no más de seis casas. Hoy, la industrialización y la fiebre del centro comercial, han hecho difícil la permanencia de aquellos vecinos indispensables para el abastecimiento de los hogares y los caprichos de los hombres y las mujeres de Quito.

Aquellas prácticas pacienzudas y delicadas, son parte de una herencia viva, de conocimientos transmitidos de generación en generación, que complementan el patrimonio cultural e histórico de Quito, pues son testimonio de épocas gloriosas, así como de crisis y necesidades. Y aunque han sido pocos los que se han aferrado a su primer trabajo, a esa actividad que deja el ingreso económico en un segundo plano y pone como prioridad el servicio y la complacencia de sus clientes, en el barrio de la Ronda, uno de los barrios más tradicionales del casco colonial quiteño, se encuentran algunos de estos luchadores que hoy dan fe de sus labores y obras que han servido a muchos que ya no están y algunos que se niegan a ver el tiempo pasar.



Doña Mariana de Jesús Segarra Segovia

“La gente ya no borda porque no le gusta estar sentada”

El bordado se remonta a la antigua China en los años 1700 A.C. aunque hay vestigios de esta práctica en varias culturas americanas y europeas como los incas y los griegos. Las prendas bordadas por lo general denotaban el grado de nobleza de quien las usaba. El uso de hilos de oro, plata y hasta piedras preciosas marcaba el rango social de un líder o jefe.

Aunque se ha considerado al bordado como un oficio del pueblo, en el siglo XIX en Quito, su práctica era parte de las actividades cotidianas de mujeres de alcurnia que pasaban las tardes junto a la ventana o tomando el té con amigas y vecinas. Además, era una práctica noble y que requería paciencia y dedicación, por eso las religiosas la incluyeron entre sus obligaciones como una herramienta para la meditación y el recogimiento.

“…Los conventos fueron también espacios más apropiados que el común de los hogares de aquella época para la educación de las mujeres, la que como hemos dicho antes, incluía la enseñanza de las primeras letras, los números y las funciones básicas, un barniz de los conocimientos generales del mundo, y el estudio del latín, que era fundamental para comprender los rezos, el ritual católico y los cánticos religiosos. En realidad, si hubo un espacio en donde se pudieron desarrollar ciertos aspectos de la cultura fue el de los monasterios pues allí se organizaban representaciones teatrales y veladas de música sacra y se cultivaban las actividades que se consideraban propias del sexo femenino tales como costura, bordado, tejido, confección de ciertos implementos del hogar, cocina y pastelería.”


Doña Mariana Segarra es parte de esta historia. Vino de Cuenca, ciudad donde nació, para estudiar en los Sagrados Corazones de Rumipamba hace cuarenta años. El oficio del bordado ya lo conocía porque viene de una familia de bordadoras, y lo perfeccionó con las monjas del colegio. Desde que salió del colegio trabajó en el bordado a máquina, diseñando y confeccionando piezas, especialmente para imágenes y festividades religiosas. Sus máquinas marca son hoy, para muchos reliquias, pero para ella su fuente de ingresos.

Los almacenes de la calle Rocafuerte, donde se expende la mayor cantidad de vestimenta y adornos para las imágenes religiosas y las fiestas litúrgicas, reciben de doña Mariana las más variadas piezas de vestir: capas, blusas, blusones, pantalones, abrigos, manteles y mantas para esculturas de hasta un metro y medio de alto. Sus diseños están inspirados en el día a día, en lo que tiene a su alrededor: el cielo azul, las flores del balcón, los jardines por los que pasa, cualquier imagen que sobre la tela pueda convertirse en un hermoso decorado. El manejo de los colores y las texturas es otro factor importante y finalmente, como ella lo dice “el buen gusto”.

Marco Jaccho
Cerero

La práctica de la cerería tiene su origen principalmente en la necesidad. Antes de que se descubriera la luz eléctrica, los cilindros de cera de abeja o cebo de res daban luz y calor a los hombres en sus hogares y ciudades. Aunque originalmente el cáñamo era material utilizado. Los celtas lo cultivaban 800 años antes de Cristo y lo vendían en Roma y Grecia para la elaboración de velas y cuerdas. Llegada la luz eléctrica y el alumbrado público, las velas pasaron a ser elementos decorativos, religiosos y mágicos.

Desde la colonia, el arte de la cerería ha estado vinculado muy estrechamente a las prácticas religiosas, especialmente cristianas. Según los creyentes, cuando el gobierno romano persiguió a la Iglesia durante los siglos I, II y III D.C., los fieles se reunían y escondían en cuevas y catacumbas durante la noche para practicar sus ritos sin ser descubiertos. En esos ambientes, su único recurso era el fuego. Desde entonces, la luz de las velas tiene un significado de esperanza y nuevo comienzo para los cristianos. Se utiliza principalmente en cultos como el Advenimiento y la Vigilia Pascual, el bautismo y las primeras comuniones.

Aunque ésta práctica también ha perdido en algo su fuerte presencia, el apego a las festividades religiosas y sus costumbres, hacen que los fieles no la dejen morir. Por ello, Marco Jaccho, cerero ambateño, se ha dedicado a esta noble valor desde hace 32 años cuando lo aprendió de su padre. Su taller y almacén para la venta se encuentra en la calle de la Ronda número ###, allí se exhiben, coloridas y frondosas sus palmatorias, cirios, velas y candelabros. Hoy, solo uno de sus cinco hijos varones está aprendiendo el oficio y ayuda a su padre en su trabajo diario que, según el mismo señor Jaccho, “es un oficio poco sacrificado y muy novedoso y creativo.”




Don César Zambonino
“Mi saber es un don de Dios”

Curanderos, chamanes, sobadores; brujas y hechiceras, personajes ancestrales fundamentales en nuestras culturas indígenas andinas. Sus prácticas se respaldan en el conocimiento de la naturaleza y los seres superiores. Según la leyes del estado ecuatoriano, son hombres y mujeres de sabiduría.

Estos “médicos” del pueblo, han curado enfermedades desconocidas y evitado plagas infernales, por lo que son respetados y elogiados entre los quiteños supersticiosos. Su oficio trata a quienes culpan sus males al mal de ojo o al hechizo de alguna brujería. Pero hay también aquellos que creen que sus lesiones físicas por causa del desgastante trabajo en el campo o la ciudad pueden ser curadas por un masajeador que conoce perfectamente los intrincados nudos de músculos y nervios de sus pacientes.

Son estos pacientes los que visitan diariamente a don César Zambonino, sobador de la calle de la Ronda que ejerce su oficio desde hace 50 años. Dice que lo aprendió bajo la dirección de Dios y lo descubrió un día que en su natal Ambato, un vecino del sector se rompió una pierna y él, sin temor alguno, masajeó sus músculos y huesos hasta dejarlo curado.

Hoy, don Cesítar es un prestigioso sobador, visitado por decenas de lesionados a la semana, quienes pagan entre $4 y $5 la consulta, y sus tratamientos deben extenderse a dos o tres consultas según la gravedad de la lesión. Su don divino ha curado a muchos y su sabiduría hoy es parte de ese invalorable conocimiento ancestral que florece discreto en muchas actividades y manifestaciones cotidianas de esta ciudad misteriosa.

Miguel Mafla
El sastre

La necesidad de vestir ha sido para el hombre una prioridad desde sus primeros años. La confección de las prendas era una más de las actividades caseras de las mujeres. En los siglos XIII y XIX en Quito, los indígenas elaboraban su vestimenta con paños y algodón, mientras que las familias pudientes, sobre todo a principios del siglo XIX, adquirían sedas y algodón fino traídos desde Europa y confeccionaban lujosos vestidos y trajes. Más tarde, a finales del siglo XIX y principios del XX, hombres y mujeres acudían a sastres y modistas que practicaban el oficio en sus hogares y abastecían los requerimientos de sus vecinos.

Durante la primera mitad del siglo XX, el sastre era un personaje de mucha importancia, pues, principalmente los caballeros, acudían a él para encargar trajes y chalecos de gala, hechos a su medida y con diseño especial.

Hoy, Miguel Mafla, sastre prestigioso y querido de la Ronda, mantiene su taller en su casa panzona número ###. A él han acudido generaciones de caballeros para pedir sus ternos a la medida. Desde que la costumbre era “virar los ternos”, don Miguel ha mantenido una relación estrecha con sus clientes, de quienes conserva anotadas sus medidas y gustos especiales, para confeccionar sus trajes hasta por encargo desde la distancia.




El hojalatero del barrio
Manuel Humberto Silva

La hojalatería fue una práctica muy común durante el siglo XIX y principios del XX. La elaboración de artefactos de uso doméstico, como baldes, jarras, candelabros y otros fueron de gran utilidad en los hogares de entonces. En la región de Ayacucho, Perú, este oficio fue muy difundido y llegó a elevarse a niveles artísticos. En Quito, varios artesanos se dedicaban a la manufacturación de artefactos de hojalata tanto para uso doméstico como decorativo. Uno de los más vistos fue el candelero del Rondín, personaje importante del siglo XIX que rondaba las calles de la ciudad por la noche.

El oficio decayó cuando, a principios del siglo XX, apareció el plástico, material que acaparó el mercado de los implementos de uso doméstico e industrial. Pero hay quienes hasta hoy utilizan sus manos y unas pocas herramientas para elaborar elementos de gran utilidad como canales para el agua de lluvia, chimeneas industriales o canaletas.

Don Manuel Silva, hojalatero que ha trabajado en la calle de la Ronda desde hace 47 años, mantiene su taller en donde realiza trabajos por encargo para comederos avícolas, canales para agua lluvia, entre otros. También elabora jarras, regaderas, tarros de leche en miniatura, convirtiendo a elementos que antes fueron de gran utilidad en las casas quiteñas en juguetes novedosos. Él aprendió el oficio de su padre, un hojalatero de Riobamba, de quién heredó sus habilidades y herramientas. Nos cuenta, nostálgico que él no ha podido enseñar su oficio a nadie más y que lamentablemente, se irá perdiendo esta práctica que en los primeros años de nuestra ciudad fue tan noble y necesaria.

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