Un día me descuidé y La Ronda me fue creciendo.
Cómo la nariz, el volumen abdominal y el grosor del cabello, la mirada con que vemos el mundo cambia y nos hace sin remedio otros bajo el pulso insistente del minutero que nos lleva de la niñez al mundo de los adultos. La casa de mis abuelos era un más grande ante mis 7 años asombrados que lo que sería años más tarde, en mi adolescencia. Las historias y anécdotas personales de papá ocurrían en lugares donde el tiempo no transcurría y sus personajes no envejecían en ese meandro del olvido donde ocurren los cuentos de los mayores. El Quito de mi madre con sus callejas tachonadas de iglesias, sus cuestas empedradas, los chullas bromistas, la Torera y las beatas de mantilla se me antojaban tan definitivos como las hadas, las torres habitadas por princesas imposibles y los dragones guardianes de algún arcano misterio.
Aprendí a amar a Quito desde la Guatemala en que viví mis 10 primeros años, a través del technicolor de los relatos de mamá. Ella y yo atesorábamos la ciudad natal de forma distinta: mamá con sus recuerdos y nostalgias vivas, yo con la promesa imaginada del regreso a aquella ciudad recoleta que escondida debía encontrar un día entre Los Andes para encajar las piezas de mi vida infantil, armada ya para entonces como colcha de retazos de aquí y de allá.
Recuerdo un 10 de Agosto en la casa de otros ecuatorianos residentes de la capital guatemalteca en que alrededor de un piano se cantaban pasillos y pasacalles, que entre canciones y recuerdos, ese Quito aun lejano e imaginado se dejaba habitar por mi como se dejaban habitar aquellos castillos y cuentos, con la imaginación y la nostalgia con que se extraña la utopía que aún no llega. Esa tarde que aprendía con mamá a cantar “El Chulla Quiteño” como quien canta en un himno del corazón, los sones de la batalla final ha de librarse para la reconquista de La Tierra Prometida. Volver a Quito se convirtió para así en una campaña de infantería en que mamá recuperaría un día las historias míticas de su nostalgia y yo, la realidad en donde habitaban la casa de los abuelos, la pléyade de primos y parientes en el crisol donde también se fundían la Caja Ronca, la Guaragua, las colaciones y el Aguila Quiteña.
Como no hay plazo que no se cumpla, un día de octubre de 1975 llegué cargado de mis diez años y vía Branniff a tomar posesión del pedazo de historia que le faltaba a mi colcha de retazos. Así, poco a poco y día por día empecé a incursionar en la familia y de la mano de ella, en las calles de la ciudad que estaban ligadas a mamá: la Venezuela, para visitar a la señora Olguita, la Manabí, para encargar el nuevo par de zapatos a medida, la Guayaquil para entrar a San Agustín y cruzarse al Globo a comprar camisetas de PASA. Más tarde la brigada que engordábamos con mis primos Oscar, Gustavo y Fabricio se atrevía a gestas mayores cuando por curiosos (que no por militantes) íbamos a las bullas contra el alza de los pasajes o contra la dictadura de turno. A medida que avanzábamos, Quito se hacía más grande y sin saberlo, se nos metía más adentro.
Con la adolescencia, el Centro volvió a ser la Terra Incógnita donde habitaban los comercios viejos, los buses humeantes y las huestes aguerridas de primos hubimos de replegarnos a nuestros cuarteles del centro norte donde se vivía mejor el arribo de la modernidad que traía el boom del petróleo. Años después, andando de zancada en zancada por la vida mis huesos fueron a trabajar en el Centro y Quito me hizo jugar de local en cancha propia y aprehendí cada pretil, atrio y portada, hasta hacer de él una casa tanto o más propia que la propia casa. Desde entonces en un sueño que se va volviendo real por episodios, la historia y los edificios de su memoria que estuvieron asfixiados por los tugurios y las ventas, ha ido emergiendo constante como surge el Ruco Pichincha cuando se despeja la neblina mañanera.
La callecita de La Ronda es la última frontera donde el asombro y la técnica me van iluminando los rincones de la ciudad que alguna vez creí perdida sin remedio en la penumbra del olvido y va sacando con artes de quiromante calles, casas y placitas del baúl del desuso y el abandono.
Ahora, la casa de los abuelos en el centro norte dejo de ser tal y pasó de manos hace rato para convertirse en hotelito de amantes furtivos. Transfigurada en tamaño y en sustancia parece más chica que hace 30 años como en el cuento de Alicia ahora que estoy del otro lado del espejo interior de los grandes. A contramano, mutas mutandi, el Centro me ha ido creciendo y creciendo y La Ronda ha dejado de ser la callejuela que se mostraba a los amigos turistas de pasada, desde un auto con vidrios cerrados, y a riesgo propio, para ser un sitio donde vuelven a vivir, redimidos de su vieja condena, los seres que poblaban los mitos infantiles. Y uno va, como se va por casa o por los recovecos de la memoria que son lo mismo, caminando entre el olor de los higos con queso y el canguil de dulce y mi abuelo que se ha levantado de la memoria y de la muerte, conversa en el Murcielagario con el poeta Carrera Andrade y alcanzo a escucharle “he venido a mirar el mundo hasta la entraña…no he venido a burlarme de la muerte…” y le hecho como de reojo una mirada a la Negra Mala, mientras mi pequeña Alegría se acerca y le pregunta al hombre de las solapas subidas “¿Cómo te llamas?” - Augusto Arias - oigo al pasar y yo sin saber si en esta Comala local los niños interrogan a los espantos añosos en su conjuro inocente para traerlos densos y dulcificados a caminar entre los adoquines, el calicanto y los dinteles que han vuelto también desde la polilla y el olvido. Y no sé aún si sabrán los guitarreros muertos en los 50´s que su muerte ha sido solo un exilio temporal y que sedientos pedimos las canciones de los taitas a ver si bajo el balcón cantamos para que asome una muchacha, a salvarnos del hastío del monitor, el cursor y el mouse. Creo que voy a reservar una suite en este interregno de la memoria por si un dia la muerte me pilla sin confesar y decido mudarme allá para aún después de la vida colarme en la casa 707 a convivir con los vivos en un concierto del Pancho Prado o del Hugo Idrovo, con los hijos de mis hijos y los amigos que sobrevivan en este Quito que siempre da el vuelto de más y que a mis 42 años definitivamente se ve mucho, mucho más grande que a los 10, quizá porque aún nos quedan a Quito y a mi, muchas infancias por recorrer.
Manuel Jiménez Carrera
Agosto del 2007
martes, 13 de noviembre de 2007
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