ILUSTRES DESCONOCIDOS
Coco Laso
Un hombre pensativo médico de antaño, subía por una callecita empedrada desde su casa, ubicada en el Mesón, al Hospital de la Caridad. Hoy, aquel hospital es el Museo de la Ciudad y en sus rincones y en sus paredes se rememora el tiempo y la gesta de aquel ilustre paseante: el doctor Eugenio Espejo, que caminaba, todas las mañanas, por aquella ronda de piedra.
Desde su antigua forma de chaquiñán y de quebrada, muchos la han caminado y muchos otros, ilustres y desconocidos vecinos; han habitado el adobe y el ladrillo de sus casas. En la calle de la Ronda sus historias quedan aun latentes entre las hendijas de algunas paredes, y las distancias que impone el tiempo y la cartografía.
La hija del Cacique de Yaruquies, Doña María Duchicela y Chusag, heredera del linaje Inca; fue una de las vecinas de la Ronda, cuentan que en 1644, se encontró con Mariana de Jesús oyendo misa en la Capilla de los Ángeles, y que muy a pesar de la profanidad que mostraba el vestido de la hija del Cacique, fue amiga de quien luego sería la Santa de Quito.
Hasta hace poco se escuchaba, desde los balcones, siempre una misma voz desentonada. Era la de un hombre que recogía lo triste y lo barato, y lo devolvía siempre envuelto en un paño práctico y alegre. Era la voz de Eliseo Sandoval, “el Taita Pendejadas”, que acomodaba todo desecho con milimétrico sentido, en el cajón de su memoria y si no lo vendía ni lo cambiaba, lo regalaba.
Hubo pan desde la Colonia, desde que la calle alimentó el hambre y la sed del ilustre y el desconocido. Salvadora Velásquez lo amasaba en 1797 y dos siglos después se sigue oliendo el buen pan del barrio. Hubo sastres también desde antes, hoy Miguel Mafla viste a los vecinos con la paciencia que da un oficio aprendido de los abuelos.
Ignacio Arauz, fregador, era el masajista de la calle y muy cerca de su consultorio, Joaquín Rodríguez “El Cura Pícaro”, dueño de una casa en la primera cuadra y cura de fe y oficio; vivía con sus cinco hijos. Toribio Ávila, el escultor, dejó sus mejores obras en la sacristía de la iglesia de San Francisco, y el estucador Pablo Nardi, enseñaba sus habilidades traídas de Italia, en la escuela de bellas artes fundada por García Moreno.
También habitó un traidor, un asesino encantador, al que todos los vecinos veían ir y venir de la casa de su víctima en la Plaza de Santo Domingo. Faustino Rayo fue siempre recordado como un vecino alegre y conversión, y su casa “la casa Honda” guarda todavía la memoria triste de un destino irrevocable.
Un niño, de apenas cinco años de edad, llegó un día con su madre y su abuela a una casa esquinera en la Venezuela y Morales, vivió y jugó allí su infancia. 26 años después volvió para escribir una de las obras fundamentales del Ecuador. Federico Gonzáles Suárez escribió su Historia del Ecuador, en la que él llamaba “su casita de la quebrada”.
El poeta Hugo Alemán habitaba una casa desde la más profunda nostalgia, y escribía y describía a su calle y a su gente con una eterna y desolada tranquilidad: “Nuestros pasos tendrán que ir, bajo el embrujo de la noche, hacia el refugio gris de un cafetín arrabalero”, y se reunían todos en una dulce bohemia en el Murcielagario.
El Murcielagario fue ese subsuelo amplio, de acceso secreto y codificado, donde funcionaba una cantina auspiciada por el entonces director de correos, el Coronel Alomía. Ahí los poetas Augusto Arias, Jorge Carrera Andrade, Ricardo Álvarez y Hugo Alemán, así como otros novatos invitados; llegaban tras dar la contraseña a la tendera vieja y malhumorada, que abría una puerta en el piso para dar paso a la bohemia.
Un artesano, Ángel Moncayo, fabricaba el caparazón templado de los compases: unas guitarras famosas por llevar el sello de una serenata. Hubo música, como aquellos acordes de Carlos Guerra Paredes compositor de calle y de balcón, de “Una guitarra vieja” y de “Esta pena mía”, que resonaban desde su casa.
Cuentan que a veces “El Viejo Guerra”, cruzaba la calle y se internaba en una del frente, la de Ana Luisa Muñoz, y ahí en memorables noches de canto, junto con Carrera Andrade y Augusto Arias, escribían quizás sin saberlo; una parte de la historia de nuestra música.
La casa de Ana Luisa Muñoz cobijó a poetas, cantores y viajeros solitarios, tan fascinante fue aquella mujer que una tarde de 1935, el compositor Sergio Mejía escribió su pasillo “Negra Mala” y se lo dedicó a la dueña de casa.
Hubo la música, y la hubo siempre y para todo; Alfredo Carpio, compositor de “El Chulla Quiteño” al final de su vida habitó esa calle torcida, compartiendo con Hugo Alemán, charlas y noches de desvelos y cuidados.
Aquellos acordes y olores antiguos nos deslizan por entre las piedras hacia las casas y sus patios, toda huella nos lleva irremediablemente de la Ronda a la Ronda, de la música a la poesía, de la lluvia, al simple transitar cotidiano.
martes, 13 de noviembre de 2007
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1 comentario:
muy bien
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