Colada morada y guaguas de pan, la esencia de los finados
Por Pablo Cuvi
Entre las comidas rituales ninguna más importante, y misteriosa, que aquella que tiene que ver con los difuntos. En nuestro país la costumbre de comer con los muertos cercanos, que siguen practicando los indígenas, hunde sus raíces en tiempos precolombinos. Cuenta el padre Juan de Velasco en su Historia que en las celebraciones del Ayamarca (aya significa muerto en lengua quichua) que tenían lugar hacia octubre, los incas conmemoraban a los antepasados de cada ayllu con música funesta y triste, relatando sobre los sepulcros sus hazañas. Sin embargo, no han quedado registros de que hubieran preparado para la ocasión la colada o mazamorra morada. Y tampoco se ha encontrado testimonios escritos del tiempo de la Colonia que hagan referencia a la elaboración de las guaguas de pan. Ello deja el campo libre a la especulación, que, en tratándose de nuestro temeroso comercio con el más allá, no tiene desperdicio.
Por este camino se ha querido ver, en el consumo ritual de la colada y las guaguas, la reminiscencia de la carne y la sangre de los sacrificios aborígenes, una suerte de comunión con el cuerpo de las víctimas que eran ofrendadas a los dioses ancestrales. De allí a relacionarlo con el sacrificio de la misa católica no hay más que un paso, considerando que la colada tiene el color del vino y la harina de trigo es la materia terrenal de las hostias y las guaguas de pan. De las guaguas sí, pero también de otras figuras que era común elaborar hasta no hace mucho para el Día de los Muertos: soldados, palomas, caballos, rosas, llamingos, y que en el pueblo de Calderón, al norte de Quito, gracias a la técnica artesanal, terminaron convirtiéndose en coloridos y simpáticos adornos para las casas de los vivos.
También se ha visto a estos panes como regalos para los angelitos o niños muertos. En México, un país tan inclinado a festejar a la Calaca o calavera, tal es el sentido de las ofrendas del primero de noviembre. Y acá, en Ambato, se sigue realizando la Feria de Finados o Navidad chiquita, donde proliferaban hasta la generación pasada los juguetitos artesanales que se regalaba a los niños. Para no cambiar de sitio, en el mismo Ambato, el 2 de noviembre de 1934, el investigador Darío Guevara observó lo siguiente: “Indias vestidas de luto ofrecían a las almas de sus muertos todo lo que éstos gustaban de comer y beber en vida. Allí el pan de finados, rociado de vino con rama de romero. Allí la colada morada, que simboliza el luto de los vivos y la sangre de los paganos sacrificios. Allí la chicha rubia que los incas ofrecían al Sol y a los demás espíritus sedientos. Allí los cuyes asados, las papas cocidas y una dorada salsa encima”.
Algo semejante se puede observar en ciertos cementerios ubicados a lo largo de la Sierra hasta la provincia de Chimborazo. Pero las costumbres cambian al llegar al Austro formado por Cañar y Azuay, donde las guaguas de pan –y otras de azúcar como las mexicanas—no se preparan para Difuntos sino para el Jueves de Comadres, una semana antes de Carnaval. Otras figuras de masa de trigo asoman en el Pase del Niño, pero tampoco consumen la colada morada.
Los elementos básicos, el maíz y el trigo, apuntan al mestizaje cultural que se dio en todos los niveles, y donde el maíz americano siguió ocupando un lugar principalísimo. En efecto, la forma tradicional y simple de preparar la colada empieza con el maíz morado molido y lavado con el agua de la misma tusa, que se deja fermentar unos tres días. Luego se cierne el maíz y se lo cocina en el agua de olores, en la que antes ha hervido especierías aromáticas. Con más detalle, como anotaba en mi libro de cocina, se hierve cedrón, hierba luisa, manzanilla y hojas de naranja, y se añade el maíz negro molido con un poco de maicena. Luego vienen el jugo de mora, de mortiño, de piña y naranjilla (¡cuántos ácidos!) y se deja espesar. Siguen las especerías: el ishpingo, la canela, clavo y pimienta de olor. Por si esto fuera poco, cabe agregar almíbar de babaco, frutilla y piña. En otras palabras, la colada de los muertos es una auténtica fiesta de los aromas más vivos y fragantes, aunque las abuelas recomendaban cocinar lentamente y por separado las frutas y especias que serán convidadas a la olla.
Demás está decir que este laborioso plato demanda escoger cuidadosamente en el mercado los ingredientes. Porque las guaguas hechas como Dios manda tienen también secretos y complicaciones. Antes de que aparecieran en los supermercados esas toscas figuras elaboradas en serie, el acto de amasar e ir dando forma y colores y añadiendo adornos a soldados y llamingos y niñas envueltas era un suceso que convocaba a grandes y chicos, vecinos y parientes, y en ese proceso se cargaban de sentido y de sabor: otra cosa es comer un pan amasado por tus propias manos y en familia. El ritual de una comida festiva empieza desde su preparación, desde que se calienta el horno de ladrillo con buena leña y hojas secas de eucalipto, y el aire se va cargando de ese aroma cálido del pan recién horneado. Y luego las cabezas de las guaguas (algo nos queda también de caníbales) será hundida en el tazón lleno de la colada, donde flotan trocitos de piña y babaco, y la figura será decapitada por nuestros dientes golosos porque mientras el corazón honra a los difuntos, el estómago se guía por aquel adagio que reza “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”. Saltando el charco, bollos o panecillos de distinta factura es lo que se brinda en ciertas regiones de España en este día, pues a pesar de la globalización queda en Finados un regusto de ese catolicismo español, fúnebre y temible, aunque todo se mezcle y confunda y la Coca Cola vaya desplazando a la colada morada hasta en el “menú” que los indígenas despliegan en los cementerios serranos, cuando acuden a comer con sus muertos queridos, quizás porque éstos también fueron seducidos en este valle de lágrimas por “la chispa de la vida”. Ni modo.
martes, 13 de noviembre de 2007
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